Vivimos en una época en la que
parece que reconocer un error implica un mecanismo automático de perdón, cuando
en realidad lo que suele reflejar es, como mínimo, la falta de prudencia
en la responsabilidad que conlleva el ejercicio de unas determinadas
funciones. Evidentemente, errar es de humanos y herrar de herreros, eso
lo sabemos todos. El problema se suscita cuando se utiliza el error como
parte de una estrategia, como una especie de válvula de escape para
en caso de necesidad poder huir a través de su argumento. Es lo que se deduce
cuando el teórico error persiste en el tiempo a pesar de haberlo
reconocido y se hace compañero de un viaje que tiene como destino el
silencio y, curiosamente, algún tipo de reconocimiento, cuando no de jaleo,
proveniente de los correligionarios.
Aceptemos que Rajoy se
equivocase con Bárcenas... Aún así resultaría sorprendente que hubiese
mantenido en su puesto durante 20 años a un tesorero del partido que en
lugar de acumular beneficios en cuentas suizas, y de entregar sobres con la
puntualidad de un reloj (inevitable la analogía), hubiera tenido deudas
que obligasen a los altos cargos a entregarle sobres llenos de dinero para
poder pagarlas. Los errores como excusa no nacen tanto de la
falibilidad humana como de la voluntad, lo mismo que un adolescente que
llega más tarde de la hora exigida por sus padres argumenta que se despistó, o
el estudiante que no se prepara el examen a tiempo y explica que se equivocó en
la planificación del estudio…
Curiosamente nunca suele
ocurrir lo contrario, y que sea un error el que haga volver al hijo una hora
antes del límite fijado o terminar de preparar el examen con una semana de
antelación. Es cierto que serán varios los elementos que influyan en el
resultado final de lo que suceda, pero ninguno de ellos con la suficiente
intensidad como para desplazar la voluntad de las circunstancias generales
que conducen al error y al beneficio buscado.
Por eso sorprende que un
Presidente del Gobierno pueda resumir todo lo que estamos conociendo sobre el
llamado caso Bárcenas y la posible financiación irregular del Partido
Popular, con un ‘me equivoqué’. La cuestión está en dónde se produjo la
equivocación: ¿En confiar en que el tesorero haría las cosas con más habilidad
para que no lo descubrieran?, ¿en no pensar que podría llevar a cabo
actividades ilícitas?, ¿en no imaginar que si un día era descubierto hablaría
sobre todo lo realizado?... Si quiere quedarse en ese argumento del error,
tendría que explicar por qué y en qué se equivocó. No basta con intentar
cambiar la realidad y hacernos creer que ‘quien tiene un amigo tiene un
tesoro’ y que ‘quien tiene un tesorero tiene un enemigo’.
Tampoco debemos olvidar
que el error ha surgido tras el fracaso de lo negado, lo cual forma
parte del circuito habitual de la justificación: Negación de los hechos,
asunción de un error, petición de perdón, y promesa de que no volverá a
ocurrir… Por lo menos hasta que resultes pillado la próxima vez. De momento el
Presidente ya ha negado y ha reconocido el error… Pero este en sí no es motivo
de perdón ni de imputación, son las circunstancias que llevan a ese error
las que nos dirán si se actuó con responsabilidad o no. El problema de los
tiempos que ahora vivimos no está en los errores del pasado que se juzgan hoy,
sino en el argumento del error que se prepara hoy para justificar mañana
lo que se está haciendo mal en la actualidad. La única solución posible es
hacer las cosas bien. Y en política, un error de tal calibre conlleva a la
dimisión del cargo, independientemente de que haya responsabilidades legales o
no: Los tribunales son una cosa y el compromiso ético con los ciudadanos otra
muy diferente.
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