Ha pasado mucho tiempo, pero
Penélope sigue confiando en la promesa de su amado y no falta ni un solo día a
su cita en la estación. Llega al andén con su descolorido vestido de domingo, se
suena la nariz como si acabase de despedir a un ser querido, saluda con la mano
mientras suelta una lágrima que cae lentamente en el suelo de cemento y se
sienta a esperar en el banco de pino verde con paciencia infinita, ajena a la
lástima que despierta en los demás.
Después, cuando llega un tren,
dirige su mirada hacia la ventanilla del último vagón y la deja allí, parada,
mientras observa cómo bajan y suben los pasajeros hasta que se pone en marcha
la locomotora para irse alejando poquito a poco, en un acto tan repetido a lo
largo de los años que parece no tener fin. Qué más da que ni siquiera eche
humo, piensa, y qué importa que ese no sea un tren de verdad. Ninguna realidad
podrá arrebatarle la ilusión que ha marcado su vida, la única que ha conseguido
hacerla entrever un pequeñísimo fragmento de lo que podría haber sido la
felicidad.
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