Venían desde todos los rincones a hablar con ella y recibir sus consejos: Octogenaria, sabia, hecha de tierra y musgo. Se decía que el viento podía hablarle, que le susurraba palabras al oído para que las hiciera llegar a quién las necesitara. Palabras para los humildes, los que padecen penas de amor, los que no pueden dormir, los tristes, los pobres, los desafortunados. Palabras llenas de aliento, ayuda y consuelo que parecían venir de la raíz misma de la Madre Tierra.
Cuando me tocó a mi, se me desangraba el alma. Me habían dicho que permaneciera en silencio, que no la mirara a los ojos, que me sentara a su lado y esperase. Así lo hice. Sentí como la anciana leyó mi interior por completo. Una brisa suave me acariciaba mientras cerraba los ojos y escuché una palabra que no entendí. Giré la cabeza, confundido. La mujer repitió la palabra. Sin querer y, por pura costumbre, no pude evitar mirarla para darle las gracias. Un rostro amable y lleno de arrugas me devolvió la mirada serenamente y se fue disolviendo en el aire. Antes de convertirse en el polvo que el viento de sus amores arrasó un día, descubrí un espasmo de felicidad en sus ojos. Entonces comprendí: Tantos años escuchando al aire mientras el amor crecía… Días y noches enteras que él le cantaba al oído y ella se dejaba amar… Para no poder estar juntos jamás.
Y yo, en mi bendita inconsciencia, rompí la maldición. Ahora dicen que los dos vuelan dichosos por el mundo amándose entre los árboles y jugando con la lluvia… Siempre me preguntaré qué palabra fue la que me dijo.
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