Paremos un momento a analizar la sociedad a la que pertenecemos: Se ha creado una forma de vivir irracional donde los trabajadores han de trabajar en condiciones cada vez más complicadas para quitarse el miedo a que les despidan, en la que se ha valorado el pelotazo económico por encima del esfuerzo y la valía, y además si no se justifica, al menos hay un cierto nivel de comprensión con el ‘todo vale’ con tal de prosperar, se ha despreciado el conocimiento, el compromiso personal, la solidaridad y la educación, se ha permitido una crisis económica mundial para desmantelar lo poco que llegó a significar aquella alternativa capitalista llamada estado del bienestar... Se ha fomentado el individualismo y la reclusión hogareña (para evitarse líos en las calles y las protestas tan molestas e incívicas de esos tipos tan raros que se definen como comprometidos).
Se acusa y se vierten sospechas e infundios sobre los que aún mantienen un cierto nivel crítico: Sindicatos, ecologistas, movimientos alternativos y antiglobalización. Se pone el grito en el cielo ante cualquier reacción mínimamente violenta y nadie se refiere a la violencia tácita que vivir en una sociedad así implica: La que tienes que soportar cada vez que has de agachar la cabeza en el trabajo por temor al despido, la de que nos rebajen los derechos civiles y laborales para satisfacer a una derecha y una patronal insaciables en su rapiña, la que significa la cola del paro y la angustia de no poder pagar la hipoteca, la de que nada importa si se trata de ganar dinero o cuotas de poder...
Y por otro lado está la violencia de señalar como enemigo al que se opone y exige una retirada, un abandono, una dimisión. Los que no debemos dimitir somos nosotros para recluirnos en el convento del fondo de la casa cerrando ventanas y pantallas. No queremos ser cómplices de los que nos emparedan en nombre del bien común. Queremos nuestra parte de lo que todavía queda de Seguridad Social, aunque nos hayan dicho que pronto no va a quedar nada. Estamos hartos de que el Estado tenga al monopolio de la violencia vendiendo seguridad, apoyándose en la dimisión colectiva de las necesidades pasionales de los individuos. Detrás de la tiranía de las costumbres está la fuerza del ejército y de la policía en la que se basa la autoridad, porque hemos permitido su presencia murallas adentro para controlarnos y disuadirnos.
No se trata de justificar la violencia irracional. Pero nos debería revolver las tripas el hecho incontestable de que con la misma facilidad que se condenan algunas cosas, se justifican otras mucho más condenables. En realidad, si aceptamos que este sea un mundo donde lo humano ha sido reemplazado por lo inevitable, lo justo se haya convertido en conveniente, y donde los ciudadanos se han visto reducidos al papel de consumidores y súbditos... Entonces la única esperanza está en intentar sobrevivir entre condenados.
O eso o pararse un momento a analizar el tipo de sociedad a la que pertenecemos para revolvernos como gato panza arriba y tener arrestos para demostrar que no todo está perdido y hay un lugar para la redención...
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