lunes, 3 de enero de 2011

AL BORDE



Su pequeño y rollizo cuerpo yacía destripado junto al bordillo de la acera. Era una masa grisácea, un peluche sucio y roto, tal vez un símbolo del tiempo que le tocó vivir. Posiblemente su mundo eran las calles que de repente parecían desiertas, gélidas, extrañas... Lugares llenos de peligros donde el pobre animal se habría visto obligado a esquivar el peligro constante que suponían los coches, como el que acabó por aplastarle.

Que diferente son las cosas, de cuando mi niñez: Antes las calles eran una prolongación del hogar y la fauna urbana la conformaban los vecinos. Ahora están reservadas para los vehículos, y los únicos que desafían ese dominio abrumador son los vagabundos y los sin techo, ya sean personas o animales. Desde hace unos años, al tiempo que la niñez se volvía un recuerdo cada vez más lejano, las calles del que fuera mi barrio se han ido poblando de gatos. Y junto a ese fenómeno he ido constatando como otros habitantes habituales se iban desvaneciendo lentamente, desaparecidos de un entorno que llegó a ser tan entrañable para nosotros a su edad. Ya no hay chiquillos. Prácticamente no se oyen sus risas, sus riñas, sus gritos, sus juegos...

¿Dónde se esconden? La calle ya no pertenece a los niños, y no es que nos perteneciera cuando yo era un golfillo de 6, 9 o 12 años, pero al menos la pandilla actuaba como si lo fuese. La calle les ha sido enajenada a los niños, se la han robado y con ella la posibilidad de aprender socialmente hablando mediante el juego. ¿Y a cambio de qué? De un sucedáneo virtual que revela la pobreza de espíritu de este mundo cada día más infame, pues nada hay más abyecto que robarle la infancia a un niño. Les han despojado de la niñez y les han expulsado a sus casas, a la cómoda, segura y vacía existencia moderna, encerrados entre cuatro paredes delante de una pantalla que parpadea y sepultados por obligaciones que ocupan gran parte de sus días.

Ya no son niños, son máquinas y aprenden a serlo. Los gatos ocupan el vacío que han dejado en la calle los niños. Dignos, con una pizca de melancolía, silenciosos... Ya no hay risas y gritos que les asusten, pueden vagar por las calles, aunque se equivocan si tratan de hacerlas suyas porque al menor descuido el verdadero amo de la ciudad puede golpear sus pequeños y rechonchos cuerpos para acabar aplastados contra el frío y gris asfalto. Tan sólo un ruido extraño y unas gotas de sangre en el salpicadero harán saber al conductor que aquel bache no era tal, sino otro pedazo de vida más, aplastado bajo las ruedas del inexorable progreso.

Los restos de ese cuerpo ya frío puede que le llene de indecible nostalgia a cualquier transeúnte, que va más allá de la provocada por la muerte del pequeño felino. Es la pena de ver pudrirse la vida, de sentir como languidecen los sueños. Pero esa sensación desaparecerá tan pronto como al abrir la puerta vea la sonrisa de alegría del pequeño de la casa al enseñarle la sorpresa, el último videojuego, recién salido al mercado. ¡Qué hermoso contemplar su felicidad! Pero me pregunto hasta qué punto esa felicidad tiene sentido. ¿Recuerdas las horas pasadas jugando en las calles?... Entonces, ¿qué ha pasado?, ¿qué hemos hecho de nuestras vidas?, ¿por qué les hacemos esto a nuestros hijos?

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