martes, 30 de septiembre de 2008

¿YO O NOSOTROS?


¿Qué parte de lo que somos nos corresponde a nosotros mismos, y qué parte ha surgido a consecuencia de las exigencias que nos plantea la vida en sociedad? ¿Cómo conjugar esa dualidad, esa lucha constante entre lo que querríamos ser, y a lo que nos vemos obligados como entes de una colectividad? En realidad todos somos relativos. Aunque presumamos de ser independientes, y que actuamos sin importarnos lo que piensen los demás, resulta asombroso las maneras tan diferentes (y contradictorias) en que una persona puede actuar a lo largo de un sólo día. En el trabajo, con los amigos, con la pareja..., mutamos sin cambiar de apariencia y lo que se considera una acción normal en una determinada situación, podría cobrar un sentido completamente distinto en otra.
Es intolerable tener que forzar algunas formas de ser que de ninguna manera se podrían considerar como propias. Los principios son fundamentales y traicionarlos es traicionarnos también a nosotros mismos. Otra cosa es vernos obligados a adaptarnos a los distintos escenarios en que se desarrolla nuestra vida para no herir susceptibilidades de personas que nos importan. Porque algunas de ellas sólo necesitan conocernos a medias, y a nosotros nos debería bastar con ser consistentes en nuestra forma de pensar y actuar. Otra cosa sería (que ocurre más a menudo de lo que se piensa) inventar un personaje y llevar siempre ese disfraz sin que tenga nada que ver con nuestra alma. A eso se le llama actuar conforme a lo que la situación demanda, no como lo que uno realmente es.
Pero qué difícil es ser uno mismo todo el tiempo. ¿Se lo han planteado? Piensen un poco: Existen protocolos, costumbres arraigadas, la moral imperante, escalafones, normas de convivencia, entrevistas de trabajo, pequeñas cobardías... Es imposible no sentir al final de una jornada no haberse uno traicionado un poco. Con el tiempo se ha de aprender a relativizar esas pequeñas deserciones, porque empuñar en todo momento la espada de la verdad y la sinceridad, al contrario de lo que comúnmente se piensa no es bueno: Terminamos hiriendo a demasiadas personas sin ninguna necesidad.
Asumido lo anterior, la siguiente pregunta es obvia: ¿Cual es el límite, donde está la frontera que nunca se debe traspasar para no caer en la traición de la que hablaba antes? Difícil cuestión, ¿verdad? Porque son muchas las decisiones que nos vemos obligados a tomar, y en ellas intervienen también los sentimientos. Eso lo complica todo. Sin embargo, en el lado de la línea donde se encuentra la sinrazón hay algunas cuestiones que nunca deberían plantearse. A bote pronto, se me ocurren algunas:

* Tratar a una persona de manera más respetuosa que a otra por razón de su cargo. En todo caso, habría de hacerse en razón a su edad o por la admiración que nos despierte a causa de sus méritos morales.
* Emplear la burla como un arma para herir socialmente a alguien.
* Decir lo que los demás quieran escuchar para conseguir lo que pretendemos.
* Aparentar lo que no se es por idéntica razón.
* Sentirse importante por el poder que otorgue un cargo.
* Identificar el poder con la verdad.
* Equiparar títulos con importancia social.
* Emparejar dinero y calidad como persona.
* Perder el respeto, porque se pierde la razón.
* Herir cuando no es necesario.
* Negarse a rectificar, aunque uno se sepa equivocado.
* Creerse perfecto, y actuar como si fuera cierto.

¿Y qué ocurre cuando nos traicionamos? Sólo queda reparar el daño, pedir disculpas si ese error ha afectado a otros, asumir que de cerca nadie es perfecto y que por lo tanto tampoco lo somos nosotros. Nuestras contradicciones también nos identifican, y nos vuelven humanos. La sobreexigencia nunca ha sido una receta demasiado aconsejable: Nos llena de aristas y es el camino más corto hacia el extremismo y el blindaje en el corazón.
Por último, y no por ello menos importante, hay que hacer mención al respeto. Alguien lo ha definido como la gran base que sustenta la ética y la moral. Estoy de acuerdo. Porque nos impele a aceptar y comprender a los demás, sean cuales sean su condición o manera de pensar. Respetar es no humillar, no hacer daño, es entender, es no despreciar, es la llave de la concordia. Asumiendo esa premisa, izando esa bandera en nuestras relaciones con los demás, habremos recorrido un buen tramo del camino que nos llevará a ser considerados como buenas personas. Y eso, al fin y al cabo, es lo que importa.

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