Son el reverso oscuro de la abundancia,
deambulan en silencio por las esquinas
de las ciudades que se niegan a verlos,
aunque resulte evidente que su aspecto
les dificulta poder pasar desapercibidos:
Vagabundos que acabaron en la calle
por culpa de adicciones nunca superadas,
de la demencia que ocupara sus mentes,
o por avatares del destino que terminan
descarrilando los vagones de una vida.
Se conforman con un desdichado rincón
donde guarecer soledades y miserias,
sufrir las rigideces de helados inviernos
y aplacar los calores tórridos del verano.
Los hay que se esconden tras los gritos,
otros se abisman en mansas postraciones;
todos dando sensación de estar atrapados
en un laberinto en el que huir es imposible.
Aceleramos el paso al cruzarnos con ellos:
la mirada del mendigo nos turba en demasía,
habla de posibilidades que nos horrorizan,
de una vida que acaba en amargas cenizas,
sobre un montón de impúdicos cartones,
abrazando una botella de vino barato
que ayude a dejar las mentes en blanco
y compense al corazón vacío de ilusiones.
En el proceloso mar que son las calles,
navegan sin rumbo fijo por las aceras,
y naufragan en algún banco de granito
o en el césped tan bien cuidado del parque.
Allí percibirán que sólo tienen abandono
y un tropel de azotes propinados por la vida,
hasta que en algún amanecer luzcan yertos,
cual tristes escombros de carne y hueso
en los que se cebó la ira de todos los azares.
deambulan en silencio por las esquinas
de las ciudades que se niegan a verlos,
aunque resulte evidente que su aspecto
les dificulta poder pasar desapercibidos:
Vagabundos que acabaron en la calle
por culpa de adicciones nunca superadas,
de la demencia que ocupara sus mentes,
o por avatares del destino que terminan
descarrilando los vagones de una vida.
Se conforman con un desdichado rincón
donde guarecer soledades y miserias,
sufrir las rigideces de helados inviernos
y aplacar los calores tórridos del verano.
Los hay que se esconden tras los gritos,
otros se abisman en mansas postraciones;
todos dando sensación de estar atrapados
en un laberinto en el que huir es imposible.
Aceleramos el paso al cruzarnos con ellos:
la mirada del mendigo nos turba en demasía,
habla de posibilidades que nos horrorizan,
de una vida que acaba en amargas cenizas,
sobre un montón de impúdicos cartones,
abrazando una botella de vino barato
que ayude a dejar las mentes en blanco
y compense al corazón vacío de ilusiones.
En el proceloso mar que son las calles,
navegan sin rumbo fijo por las aceras,
y naufragan en algún banco de granito
o en el césped tan bien cuidado del parque.
Allí percibirán que sólo tienen abandono
y un tropel de azotes propinados por la vida,
hasta que en algún amanecer luzcan yertos,
cual tristes escombros de carne y hueso
en los que se cebó la ira de todos los azares.
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