Desde que descubrió el desván, el niño fue feliz. Más aún cuando encontró la pizarra y las tizas de colores. Lo primero que dibujó fue una gran nube negra, y aún recuerda la sorpresa cuando al cabo de un rato comenzó a llover. Lo achacó a una casualidad, pero pasados un par de días pintó un cervatillo, y contempló por la ventana como el pequeño venado le miraba desde el jardín de su casa... Supo entonces que la magia existía, y había puesto en sus manos un gran poder: Todo lo que dibujaba cobraba vida a las pocas horas.
Por eso había subido hoy y tenía la tiza entre las manos. Aunque un recurso así hay que administrarlo con cuidado. Al niño siempre le gustaron la noche y sus criaturas: Le fascinaba la oscuridad y desdeñaba los miedos que ésta despertaba en sus congéneres. Sabía que esa predisposición la aprovechaban sus padres, dadas las circunstancias. Nunca le permitieron salir al jardín de día, sólo al anochecer, cuando las sombras se convertían en eficaces aliados para ponerlo a salvo de curiosos. Alguna vez le llegaban retazos de sus conversaciones, realizadas siempre entre susurros:
-¿Por qué...penar?
-¿... Pecado... castigase... monstruo...?
A sus diez años, nunca había ido a la escuela, ni jugado con otros niños. Las persianas siempre estaban echadas y los espejos prohibidos. Hacía ya tiempo que lo había entendido todo: Él no era físicamente como los demás. Pero lo que no sabían sus padres era que esa diferencia también estaba en su interior: Tenía poder, y ya era hora de usarlo.
Comenzó a dibujar un paisaje que a cualquier otro le hubiera producido un estremecimiento de temor: Páramos desolados, montañas habitadas por extraños seres, valles poblados por criaturas que jamás veían la luz del sol, grutas tenebrosas... Y bichos. Tantos como se lo permitió su imaginación.
No olvidó dibujar una enorme luna: La reina de un mundo donde jamás amanecería, sumergido en las tinieblas como en un abrazo que no tiene fin. El único universo donde podría ser feliz y nadie le señalaría con el dedo. La cruel y desalmada luz del sol acabará desterrada para siempre y dará paso a la belleza de la oscuridad.
Acabada la obra, una sonrisa deforme aparece en su cara. Muy despacio, saboreando aquél crucial momento, se tiende sobre la pizarra con los ojos cerrados. Tiene un instante de duda, pero son sólo unos segundos: Sabe que ocurra lo que ocurra, siempre será mejor que lo que tenía hasta ahora...
Por eso había subido hoy y tenía la tiza entre las manos. Aunque un recurso así hay que administrarlo con cuidado. Al niño siempre le gustaron la noche y sus criaturas: Le fascinaba la oscuridad y desdeñaba los miedos que ésta despertaba en sus congéneres. Sabía que esa predisposición la aprovechaban sus padres, dadas las circunstancias. Nunca le permitieron salir al jardín de día, sólo al anochecer, cuando las sombras se convertían en eficaces aliados para ponerlo a salvo de curiosos. Alguna vez le llegaban retazos de sus conversaciones, realizadas siempre entre susurros:
-¿Por qué...penar?
-¿... Pecado... castigase... monstruo...?
A sus diez años, nunca había ido a la escuela, ni jugado con otros niños. Las persianas siempre estaban echadas y los espejos prohibidos. Hacía ya tiempo que lo había entendido todo: Él no era físicamente como los demás. Pero lo que no sabían sus padres era que esa diferencia también estaba en su interior: Tenía poder, y ya era hora de usarlo.
Comenzó a dibujar un paisaje que a cualquier otro le hubiera producido un estremecimiento de temor: Páramos desolados, montañas habitadas por extraños seres, valles poblados por criaturas que jamás veían la luz del sol, grutas tenebrosas... Y bichos. Tantos como se lo permitió su imaginación.
No olvidó dibujar una enorme luna: La reina de un mundo donde jamás amanecería, sumergido en las tinieblas como en un abrazo que no tiene fin. El único universo donde podría ser feliz y nadie le señalaría con el dedo. La cruel y desalmada luz del sol acabará desterrada para siempre y dará paso a la belleza de la oscuridad.
Acabada la obra, una sonrisa deforme aparece en su cara. Muy despacio, saboreando aquél crucial momento, se tiende sobre la pizarra con los ojos cerrados. Tiene un instante de duda, pero son sólo unos segundos: Sabe que ocurra lo que ocurra, siempre será mejor que lo que tenía hasta ahora...
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