del pequeño cementerio
acelera siempre el paso.
Pero negarse a mirar
no resta dolor a la pérdida:
Conoce las inscripciones:
“En recuerdo de...”
“Aquí descansa...”
“Tu familia no te olvida...”
“Fallecido el día...”
“Muerto en la mar...”
Él también se ha marchado,
pero no puede haber lápida,
ni inscripciones, ni tumba...
Desde el puerto ascienden
empujados por la brisa
los aromas mezclados
de sal marina y alquitrán.
Se elevan sobre los tejados
compitiendo con las gaviotas,
se afanan por los caminos,
se introducen en las casas,
perfuman de mar el camposanto
donde él no puede descansar.
Triste destino para esa mujer,
amor de un marinero tragado
por la furia de la tormenta.
¿Cómo hincarse de rodillas
para hablar con su amado,
si no sabe dónde hacerlo?
¿Cómo conseguir despedirse
si nunca vuelven a tierra
sus empapados huesos?
Por unos instantes repara
en un horizonte de niebla,
y hacia allí dirige la mirada
llena de sabor acre en los ojos:
Necesita entender una razón,
para poder aliviar la angustia
que le corroe las entrañas.
Y por sobre todas las cosas,
que su hombre deje de ser
de una vez y para siempre,
de una vez y para siempre,
otro pescador desaparecido.
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