lunes, 17 de septiembre de 2007

EL ÚLTIMO DE SU TRIBU


El anciano era el último ser humano vivo de su tribu. El mísero representante de una historia ancestral, que se consumía poco a poco entre las cuatro paredes en el centro de ayuda de una congregación religiosa. Se sabía el postrer depositario de una cultura al borde de la extinción. Había nacido libre, en lo más profundo de una selva que vivía de la generosidad del Gran Río. Hasta que llegaron aquellos seres extraños, hombres de piel blanca que hablaban de un dios de amor, pero que sólo trajeron violencia y un desprecio absoluto a cualquier vestigio de ser vivo. Con ellos llegó la muerte en todas sus formas. De una u otra forma, acabaron con sus hermanos y su manera de entender la vida. Cuando él no ya estuviese, desaparecerían la lengua, las leyendas, las costumbres, la música, la poesía, las artes y la artesanía.
Con el tiempo, hasta se esfumarían de la memoria de La Tierra, como humo que se pierde en el cielo. Esta idea atormentaba las largas noches de insomnio que se veía obligado a soportar y convertía en una tortura sus últimos años de existencia.
Hasta que llegó a trabajar al asilo aquél joven que tanto entusiasmo mostró al conocer su pequeña historia. Desde un primer momento tuvo un trato preferente hacia su persona, le mostró un sincero interés por todo lo que tenía relación con su pueblo, y con paciencia fue ganándose su confianza. Sin casi darse cuenta, el corazón se le fue abriendo y en el transcurso de largas conversaciones comenzó a compartir los conocimientos que había encerrado en su corazón.
Pacientemente le enseñó al muchacho blanco todo lo que aprendió en su larga vida. Cada vez con más entusiasmo, pues era una manera de que alguien heredara lo que ya había dado por perdido. Era un buen alumno. Anotaba en sus papeles todo lo que el maestro contaba y le dijo que los iba guardando con mucho cuidado en una caja especial que tenía en la maleta de su coche... Le dijo que tenía la idea de escribir un libro. Transcurrieron rápidos los días, las semanas, los meses. El anciano tenía prisa, porque sus fuerzas escaseaban y era señal de que estaba próxima la hora de la definitiva partida. Se daba cuenta de que para los pueblos como el suyo, el futuro estaba en conservar viva la memoria de algún modo, aunque la depositasen en alguien que les era extraño. Después de mucho tiempo, podía permitirse una sonrisa...
Esa mañana se despertó como siempre, dispuesto a hablar, que aún quedaban muchas cosas importantes que contar. Llegó la hora, pero el chico no apareció. Nunca había pasado, pero intentó no preocuparse. Habría muchos motivos que podrían haberle impedido asistir. Estuvo esperando pacientemente, pero nada. Cuando al día siguiente ocurrió lo mismo, preguntó a todo el mundo por él. Nadie le informaba, veía en la mirada de algunos que rehuían la suya. Hasta que, desesperado, se plantó. Se negó a comer hasta que alguien se dignase a informarle de lo que ocurría...
El sacerdote que dirigía el centro le hizo una visita. Cuando lo dejó sólo, era como si el tiempo y el espacio se hubieran detenido. Creyó entender algo sobre un accidente y un posterior incendio con esos malditos cacharros de metal que usaban los blancos para desplazarse. Y comprendió que la muerte volvía a jugarle una mala pasada, pues no hubo supervivientes. Era la última. Sintió como su corazón se rompía y con él, también se quebraba para siempre la esperanza de conservar viva la memoria de su pueblo...

Mientras tanto, en esos mismos momentos, en la misma selva bañada por el mismo río, otras tribus seguían pagando un espantoso tributo a lo que los blancos se atrevieron a llamar civilización.

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