viernes, 4 de mayo de 2007

LA SONRISA DE UN NIÑO


Sonreía. Su sonrisa inocente nos miraba desde sus tiernos dos años y entendí que era el particular País de Nunca Jamás donde se refugiaba para que ningún adulto pudiese dañarle. Su diminuta mano vendada era la prueba del último capítulo de terror ocasionado por el malvado ogro en que se convertía el hombre que se suponía habría de darle cariño y protección. Pero también de la complicidad de la mujer que lo había traído al mundo y permitía que el mal hiciera acto de presencia cuando se le antojase. Sobrecogía verlos ahora jugar juntos, como si nada hubiese pasado, la visita al hospital no hubiese sucedido, todo hubiese formado parte de una pesadilla, y la verdadera realidad fuera ver las muestras de amor de un padre a su hijo.
Sabíamos que no era así. En ese momento contemplábamos un montaje, una representación infame. Habíamos sido testigos de los gritos, los ruidos, el dolor, la ambulancia, la policía... Y pasadas solamente veinticuatro horas, el pequeño nos sonreía, no se quejaba, ni siquiera demostraba temor ante el monstruo que le había dañado. Por eso pensé que la sonrisa era un arma poderosa, mucho más de lo que los mayores podríamos llegar a imaginar: Le otorgaba el poder para viajar a un mundo donde los niños jamás sufrirían a causa de la maldad de sus adultos porque, entre otras cuestiones, aún conservaríamos ese instinto protector hacia nuestros cachorros que acaso hemos perdido en esta locura del viaje sin retorno a ninguna parte en que nos hemos embarcado.
Aquella sonrisa nos embargó de ternura a todos. El problema es que mirando su mano herida, no pude dejar de pensar que habría una persona a la que le resultaba completamente indiferente. La más importante, porque era la más cercana. Aquella que escondía la crueldad tras su fachada de padre cariñoso.

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