En mi ciudad está a punto de estrenarse los servicios del tranvía. Han sido dos años de obras y molestias de todo tipo, pero parece que esta pequeña pesadilla tiende a su fin. Dicen que contribuirá a mejorar el tráfico, al ser una medida alternativa al resto de vehículos rodados que están colapsando la ciudad. Que les voy a decir que no hayan experimentado todos en sus propias carnes urbanitas.
De todas formas, la reflexión que quería hacer no va por ahí. Hace un par de días se celebró la ceremonia inaugural de las cocheras del tranvía. En el evento estuvo presente el señor obispo, bendiciendo las instalaciones con agua apostólica, católica y romana. Es precisamente ahí donde quería llegar. Nunca dejo de preguntarme qué hace un representante de una confesión religiosa haciendo una labor propia de su cargo en unas instalaciones públicas de un estado presuntamente laico y aconfesional. Puestos a tirar del hilo del sarao religioso, me pregunto si, por ejemplo, los musulmanes que viven entre nosotros considerarán que tenemos un tranvía infiel. O con qué sensibilidad habrá visto el evento un miembro de cualquier confesión protestante. Lo que si puedo asegurar es que los ateos y los que consideramos que una cosa es el Estado y otra muy distinta la religión que profese cada uno de sus ciudadanos, nos hemos sentido de nuevo indignados por la confusión que se produce a diario en cualquier rincón de este país, donde se entremezclan sin pudor alguno y con la aquiescencia de nuestras autoridades, ceremonias publicas y religiosas.
Pase que tengamos que soportar todavía el concordato con la llamada Santa Sede, que otorga privilegios sin par en España a la Iglesia Católica, entre ellos los de pagar su salario a unos profesores de religión que ellos designan y despiden según su criterio. Vale que los representantes de una institución trasnochada, en la que los significados de los términos igualdad y democracia brillan por su ausencia, asuman el deber de salvarnos de nosotros mismos, entrometiéndose sin pudor en los derechos que son de todos, y exigiendo que un país legisle según sus valores...
Pero que sean nuestros políticos, que ostentan cargos públicos y han sido puestos en ellos por gentes de toda raza y condición (religiosa o no) los que alienten o consideren lo más natural del mundo que la iglesia esté presente en actos puramente civiles, ya resulta indigesto. El laicismo no va contra la religión, sino que considera que ésta debería ceñirse al ámbito privado, mientras que si hay algo que debería ser sagrado para el Estado ha de ser su independencia. Ya va siendo hora de respetar también la Constitución en este tema, asumirlo y ponerlo en práctica. Aunque me temo que esto sea predicar en el desierto.
De todas formas, la reflexión que quería hacer no va por ahí. Hace un par de días se celebró la ceremonia inaugural de las cocheras del tranvía. En el evento estuvo presente el señor obispo, bendiciendo las instalaciones con agua apostólica, católica y romana. Es precisamente ahí donde quería llegar. Nunca dejo de preguntarme qué hace un representante de una confesión religiosa haciendo una labor propia de su cargo en unas instalaciones públicas de un estado presuntamente laico y aconfesional. Puestos a tirar del hilo del sarao religioso, me pregunto si, por ejemplo, los musulmanes que viven entre nosotros considerarán que tenemos un tranvía infiel. O con qué sensibilidad habrá visto el evento un miembro de cualquier confesión protestante. Lo que si puedo asegurar es que los ateos y los que consideramos que una cosa es el Estado y otra muy distinta la religión que profese cada uno de sus ciudadanos, nos hemos sentido de nuevo indignados por la confusión que se produce a diario en cualquier rincón de este país, donde se entremezclan sin pudor alguno y con la aquiescencia de nuestras autoridades, ceremonias publicas y religiosas.
Pase que tengamos que soportar todavía el concordato con la llamada Santa Sede, que otorga privilegios sin par en España a la Iglesia Católica, entre ellos los de pagar su salario a unos profesores de religión que ellos designan y despiden según su criterio. Vale que los representantes de una institución trasnochada, en la que los significados de los términos igualdad y democracia brillan por su ausencia, asuman el deber de salvarnos de nosotros mismos, entrometiéndose sin pudor en los derechos que son de todos, y exigiendo que un país legisle según sus valores...
Pero que sean nuestros políticos, que ostentan cargos públicos y han sido puestos en ellos por gentes de toda raza y condición (religiosa o no) los que alienten o consideren lo más natural del mundo que la iglesia esté presente en actos puramente civiles, ya resulta indigesto. El laicismo no va contra la religión, sino que considera que ésta debería ceñirse al ámbito privado, mientras que si hay algo que debería ser sagrado para el Estado ha de ser su independencia. Ya va siendo hora de respetar también la Constitución en este tema, asumirlo y ponerlo en práctica. Aunque me temo que esto sea predicar en el desierto.
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