Soy de esa especie
de hombres que hablan
con los animales
y las plantas,
los que susurran
al ojo del autillo
cuando en el campo
ya no queda nadie
y en el crepúsculo
yace un resplandor
que solo el alma
puede comprender.
Soy de los hombres
que aman las ortigas
cuando, al atardecer,
vomita el sol
la lentitud violeta
de las sombras
que tiemblan como
enredaderas mansas
baja la carpa de lo azul.
En derredor de mi alma
solo hay frío
pero en mi pecho aún
duermen los pastores
y cae el estío
en la palma de mi mano
como un lagarto de oro.
Soy de los que aman la luz
que a los animales
les da agua,
aquél que entiende
el dolor de los pinos
que saben
del fuego que se acerca
y celebra cuando el sol
vomita juncos y brezo,
minutos antes
de la oscuridad.
A veces soy la espiga
enamorada
de las estrellas
últimas del cielo
y me hundo en las veredas
más recónditas,
donde no llega
nadie en el invierno
que no sea el vuelo
del cernícalo en flor
y el deambular
de la brisa vagabunda
que en los trigales
esconde la humildad
serena de su viejo acordeón.
Vivo en el vientre
antiguo de las nubes
y en el otoño acojo
los silencios felices
del buhonero
que transita entre
las zarzas del amanecer.
Los mirlos me saludan
cuando cruzo
la paz del horizonte
hundido
y vuelo con las libélulas
por la superficie
del lago indestructible
del amor.
Hablo con los gatos,
con los pájaros,
con los insectos,
y les muestro mi respeto.
Hay quien no lo entiende,
pero eso me da alas
y aún me refugio
en la musgosa paz
del búho feliz
entre las peñas
o en el sigilo
de los petirrojos
bajo el temblor violeta
de las sombras
que aún regurgita
el sol de mi niñez,
donde aún resiste
la única verdad.