A lo largo de la historia se ha hablado el lenguaje del comercio o el de la guerra. Un país tenía la opción de apropiarse de otros territorios y saquear sus riquezas, o la de hacer tratos con ellos de forma pacífica. Cuando la Europa de los años cincuenta quiso asegurarse de que no viviría otra gran guerra entre Francia y Alemania, creó un mercado común. Y no lo hizo para fastidiar a Estados Unidos, como dice Trump de forma ignorante, sino animada por Washington, porque la CEE (hoy UE) y la OTAN perseguían el mismo fin en aquella reconfiguración del orden mundial. Ahora vuelve el imperialismo y decae el librecambismo, que nunca había sido una causa de la izquierda.
Lo explicó mejor que yo Ronald Reagan, el presidente que encabezó en su momento la revolución conservadora, en un discurso radiofónico de 1988 que ha vuelto a viralizarse en las redes sociales. Decía: “Con demasiada frecuencia hablamos de comercio usando el vocabulario de la guerra. En la guerra, para que un bando gane, el otro debe perder. Pero el comercio no es una guerra. El comercio es una alianza económica que beneficia a ambos países. No hay perdedores, solo ganadores. Y el comercio contribuye a fortalecer el mundo libre”. Reagan tiraba de pedagogía en su rechazo frontal al proteccionismo: decía bien que las industrias supuestamente defendidas con los aranceles se vuelven menos competitivas. Y tuvo unas palabras visionarias: “Debemos tener cuidado con los demagogos que están dispuestos a declarar una guerra comercial contra nuestros amigos, debilitando nuestra economía, nuestra seguridad nacional y a todo el mundo libre, mientras ondean de forma cínica la bandera estadounidense”.
Reagan pronunció ese discurso con motivo del acuerdo de libre comercio con Canadá, el país que ahora ha pasado abruptamente de aliado estrecho a vilipendiado. “Nuestros socios comerciales pacíficos no son nuestros enemigos; son nuestros aliados”, dijo el presidente republicano, quien se remitía a los valores fundacionales de EE UU: “En 1776, nuestros padres fundadores creían que valía la pena luchar por el libre comercio. Y podemos celebrar su victoria porque hoy el comercio es la base de las alianzas que aseguran la paz y garantizan nuestra libertad”. Y recordaba cómo la oleada de aranceles que aprobó EE UU en 1930 agravó la terrible crisis económica de entonces: “Nos dijeron que eso protegería a Estados Unidos de la competencia extranjera y salvaría empleos en este país; la misma frase que escuchamos hoy. El resultado fue la Gran Depresión, la peor catástrofe económica de nuestra historia”. A la que siguió, recordemos, la más devastadora de las guerras.
No, arancel no es la palabra más bonita del diccionario (después de amor y religión, dijo Trump). ¿Pero no dicen que no les gustan los impuestos? Pues resulta que el arancel es un impuesto que no pagan los países de origen, sino los consumidores, que encontrarán más caros los bienes que les gustan, o se verán obligados a elegir los que no les gustan tanto. Dado que no quedan casi esperanzas de que el Parlamento o la justicia le paren los pies a Trump, solo va a poder hacerlo Wall Street. Si se precipita una recesión, no será transitoria como dice el ignorante, porque en una guerra comercial también pierde el que la ha desatado.