martes, 5 de julio de 2011

PRESTAMISTAS



Parece que el dinero que los gobiernos piensan ahorrar de las prestaciones sociales que nos corresponden va a ser destinado a contentar a los prestamistas que crearon la crisis, porque sus intereses han de ser intocables. Parece que los miles de millones que se les deben exigen que trabajemos más por menos. Parece que nuestros representantes elegidos en las urnas y que tan mal han administrado los dineros, podían pedir crédito en nuestro nombre, y lo han hecho tan alegremente que ahora alguien debe ocuparse de saldar la deuda. Parece que la democracia es el peor de los sistemas una vez descartados todos los demás, pero lo miremos como lo miremos, siempre pagamos los mismos.

No deberían haber pedido determinados créditos para comprometerse en nombre de los que representaban, del mismo modo que nosotros no lo hacemos para no comprometer el futuro de nuestros hijos porque su libertad jamás ha de estar en venta. Pero si la operación al final se produce, ¿de quién es la culpa? ¿De los hijos, que nada tuvieron que ver con el asunto? En principio parece que la culpabilidad debería repartirse entre el que pide el dinero y el que lo presta. Unos por administrar mal y otros porque lo entregan sin las debidas garantías. Resulta razonable pensar en consecuencia que prestamistas y políticos no tienen solvencia moral para exigir a los ciudadanos que paguen las deudas originadas por las componendas que juntos se han montado.

Uno puede prestar muchas cosas: Atención, colaboración, ayuda... Pero si prestas dinero sin garantías es un problema tuyo, no de todos. Si es verdad aquel adagio de ‘si me debes mil tienes un problema pero si me debes un millón lo tengo yo’ deberíamos suponer que los que tienen problemas de miles de millones son los banqueros o el Fondo Monetario Internacional, no nosotros. Pero en economía las cosas no funcionan así, las consecuencias son otras y todo indica que van a por lo poco que todavía le queda a la clase media. Ahora a los que tienen se les seguirá dando muchísimo por lo que tienen, pero que a los que no tienen van a quitarles incluso lo poco que creían tener. A los prestamistas, los especialistas en préstamos, les escandaliza el montante de las prestaciones sociales porque las entienden como costes suplementarios de la fuerza de trabajo y exigen que se reduzcan para que no afecte negativamente a la posición competitiva de los países, tanto a la hora de colocar sus productos, como a la de atraer inversiones extranjeras.

Ese juego es inmoral e inaceptable y debe desembocar en una confrontación a la que tenemos todo el derecho. La beneficencia presta asistencia a los necesitados, pero no está pensada para cambiar el sistema que produce y reproduce la pobreza. De hecho es asombroso el número de voluntarios que habiendo empezado en la filantropía se pasan al activismo para protestar contra el sistema económico. ¿Y por qué no podemos definir la situación como violenta, si cambian las leyes volviéndolas objetivamente injustas para enviarnos de cabeza a la miseria sin dejarnos ningún resquicio legal para oponernos? ¿Acaso sólo lo que comúnmente se define como autoridad tiene la potestad de delimitar lo que es violencia? ¿Si te condenan al ostracismo con leyes indignas no estás legitimado para oponerte utilizando las únicas armas que dejan a tu alcance y que están en la calle?

A todas luces es lícito poner de manifiesto de la manera que sea, que tras ciertos discursos ideológicos, determinados pragmatismos y la mayoría de tantos sesudos estudios financieros están siempre los intereses ególatras, la violencia larvada, las brutales pretensiones del poder económico y político. Contra el enriquecimiento oficial y protegido por la ley sólo existen dos opciones: O bajar la cabeza y apechugar con las consecuencias, o impedir a toda costa que se aprovechen de la crisis que tan bien parece sentarles para acabar con más poder aún del que tenían antes de haber decidido darle el escopetazo de salida a la misma.

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