Habiendo llegado
a estas alturas, hija,
no te puedo entregar
ni el mapa del tesoro
ni las llaves del templo
ni el secreto de las cosas
ni el camino a seguir.
A estas alturas
sólo puedo decirte
que no hay tesoro
ni secretos,
que el templo
es una escombrera
abandonada,
que los caminos
son un imposible laberinto,
que es la vida,
la vida misma
la que te zarandea
a su antojo,
que la vida
es una arbolada
que se levanta de pronto,
sin avisar en una mar
que estaba en calma
y te arrastra a lugares
que los mapas ignoran,
a islas desiertas,
a ciudades en ruinas.
Es la vida quien marca
los caminos
de forma caprichosa
y todo lo demás
es oropel vacío.
Oirás palabras de libertad,
independencia,
igualdad, dignidad, ética,
solidaridad, grandeza
incluso patria
o religión o dios
y es bueno que todas
te las tomes con cautela
porque cuanto más
solemnemente se pronuncian
más se alejan de la verdad
de cada día.
Y la verdad de cada día
resulta monótonamente
previsible,
ominosa y vulgar.
También heroica.
No hay secretos
ni atajos, hija;
tan sólo una verdad
que debes asumir:
al final
siempre
estarás sola
y, sola, deberás
salvarte tú
y salvar al mundo.
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