¿Es necesario este saber
hacia donde descienden
las liturgias?
¿Es necesaria esta voz
que vira hacia el mar
y desde el mar renuncia?
¿Es su vocación
lo que busco?
¿La irreversible
danza de los nombres?
¿Si acaso quemadura?
¿Si acaso lentitud?
¿Si acaso obstinación
en la memoria?
¿Llegar tarde a decir
lo que se intuye?
Sin embargo, volver
el rostro hacia las cosas,
al tiempo propicio
de las cosas.
Esto no es, en el fondo,
lo que busco.
Lo que busco es un mar
inaprehensible.
No.
No es eso
(¿no es eso?)
lo que busco
es abismarme de mirar
las voces que he amado
con estas manos mías
fatigadas de asombro.
Estar como se está
en lo agudo del mundo.
Saberme en mi principio
y en mi quiebro.
Lo que puede ser
y no nombrado.
El hueco sin final
de lo que he perdido.
Lo demás es rastro
y abandono,
es cierto,
llegar aquí o allí
tomando como
tiempo irredimible
el deseo y sus cruces.
¿Es necesario, entonces,
lo que busco?
¿La danza de los nombres?
¿Su sed?
¿Saberme en mi principio
y en mi quiebro?
Mas qué sé
que haga suficiente
este estar rendido
de puro no poder
saberle al canto,
no vagar más en círculos,
bregar con los sofismas
de los dioses.
De qué modo vendré
si todo duele en mí
como una luz que parte
con sonidos hermosos.
De qué modo decir
que en mí se vierte
lo móvil y lo inmóvil.
De qué modo decir
la gravedad de mi amor
por todo lo que tiembla.
Bendita claridad
—me lo repito.
Bendita claridad.
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