Vergüenza ajena y ridículo son los primeros adjetivos que nos asaltan al preguntarnos qué despierta la imagen de un hombre paseando de madrugada a una muñeca hinchable por el suburbano madrileño. Tristeza, puede que hasta compasión. ¿Quién le hizo daño? Pero la pena se esfuma si en otra foto no aparece solo uno, sino una veintena, compinchados para acudir cada uno con el mismo modelo de muñecas de procesión vociferando frente a la sede del PSOE “¡estas son las ministras del Gobierno!” o “no es una sede, es un puticlub”. La misoginia nos estalla, otra vez, en la cara.
La manifestación orquestada de muñecas hinchables ni es una caricatura cutre ni una payasada aislada. Es la enésima escenificación de la dominación masculina y la violencia que subyace en su homosocialización. Hombres que se peinan y se visten igual para reconocerse y admirarse entre sí. Hombres que se reúnen para dejar claro el sitio que debe ocupar el género femenino en su imaginario: humillado y sometido a su voluntad, como los orificios inertes de una muñeca sexual. Uno se cansa de escribirlo para recordarlo, pero es que estoy harto de verlo.
Esto viene de muy atrás. Ya pasó en los clubes de caballeros que nacieron por miedo al avance de las feministas sufragistas y pasa en los reservados de puros y whiskies donde se cierran los tratos de ese otro poder que nadie ha votado. Pasó cuando, hace más de un año, los chavales del colegio Elías Ahuja gritaron “¡Putas, salid de vuestras madrigueras, conejas, hoy vais a follar todas en la capea!”, y en todos esos espacios en los que machistas, homófobos y clasistas de manual se reúnen para que nadie les tosa y salvaguardar su poder. Apesta a ranciedad, pero es la respuesta cíclica a la ansiedad que genera el progreso. Por eso, la patética foto de un hombre con una muñeca hinchable es tan certera. Solo con su manada tendrá sentido entonar la agónica balada del macho occidental.
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