Imágenes urbanas o rurales, inmersas en el silencio, en un espacio real y metafísico a la vez, que comunica al espectador un sentimiento de alejamiento del tema y del ambiente en el que está inmerso bastante fuerte; en sus cuadros casi nunca encontramos más de una figura humana, y cuando hay más de uno lo que destaca es la alienación de los temas y la imposibilidad de comunicación resultante, que agudiza la soledad.
En la obra de Edward Hopper se deja entrever una profunda soledad, la decrepitud del capitalismo tardío; Hopper es un lúcido testigo de la gran Depresión, el primer pintor americano en retratarla. Hopper en sus escenas urbanas, ha recogido con mucha mayor frecuencia a personajes femeninos, con más posibilidades para representar los estados de ánimo. Su obra carece de sentido del humor. Aleja así su pintura de la producción del arte pop posterior. A través de su obra quería pintarse a sí mismo, pero nos enseñó, sin pretenderlo, las consecuencias del capitalismo, la realidad del sueño americano encerrado en un frío restaurante o en una sórdida habitación de hotel. Sus espacios son retratos psicológicos de cierta manera americana de concebir la existencia. Sus personajes ensimismados y melancólicos, sus calles desoladas y silenciosas y sus cafeterías y cines siempre habitados por seres solitarios parecen reflejar las vicisitudes del hombre moderno.
En sus conceptos y temáticas, las telas de Hopper, aunque le precedan, recuerdan los relatos cortos de Raymond Carver, al viajante de Arthur Miller, a los personajes condenados de John Steinbeck, o las historias de Truman Capote. Sus cuadros parecen ahogar un grito, ocultar un desasosiego vital que, sin embargo, se revela al espectador atento de su obra. La idea de soledad, la desesperada sensación de que todo se ha perdido, está en esos personajes: es el reverso del sueño americano.
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