Las guisabas con mimo,
creo que hasta
las amabas,
porque tenían
que ponerme
fuerza en la sangre.
Su hierro lo querías
para así apuntalarme
y que entonces pudiera
erguir algo de vida.
Hasta laurel llevabas,
todo aroma,
a la gran reunión,
a la asamblea,
pero primero hacías
que yo me encargase
de separar las chinitas
en el camino.
El fuego, buen amigo
de tus manos,
obediente y pequeño,
le embestía
a tu otra amiga,
su enemiga, el agua.
Era tu guerra chica
interminable
en el frente que urdías
con el rito diario,
de enfrentar
dos elementos
a combatir furiosos
por nuestra familia.
Era aquella
tu España diminuta.
Las lentejas cocían
tu esperanza,
nuestro futuro,
nuestra historia.
Erguían estatura al aire,
daban voracidad de dientes,
daban placer de paladar.
Y alegría de estar vivos.
Lentejas con laurel
y lo que hubiera.
Yo crecía.
El humo y el aroma
venían de tus manos,
madres de los huesos
articulados míos.
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