El hijo de una madre
mata al hijo de otra madre.
De dos hijos sobrevive uno,
de ambas madres sólo se salva
el recuerdo del día
que los parieron.
Los señores de la guerra
eligen siempre
los hijos que morirán
y las madres que pagarán
por ellos.
Los poderosos pagan
para que ni sus hijos,
ni sus madres,
entren en ese reparto.
“Dos minutos de silencio”, de Charles Spencelayh es una pintura realista que nos cuenta una historia y que sólo los detalles nos permiten su adecuada contextualización y comprensión. Un viejo medita apesadumbrado -reza- en un rincón de una casa pobremente amueblada. Lo hace frente al retrato de un soldado muy joven. En la mesa hay unas flores, un libro -¿de oraciones?- y un reloj.
La fotografía puede que sea él y ora entonces en memoria de los que perdieron la vida en un conflicto bélico o, más probablemente -casi con toda seguridad- es el retrato del hijo muerto. La clave de este misterio está en el reloj que señala, inexorable, las once. En 1918, el día 11, del mes 11, a las 11 de la mañana, se puso fin a las batallas de la Primera Guerra Mundial.
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