Vivo con un dolor constante
que ya hace mucho tiempo
arraigó en mi espalda.
Sé que estará conmigo
mientras viva,
he tenido que aprender
a convivir con él.
Y han sido años de lucha
contra un sistema médico
desesperadamente lento,
ineficaz para encontrar
un diagnóstico adecuado
y la mejor manera
de aliviar lo que sientes.
Supongo que por algo
dentro del sistema sanitario
te denominan paciente,
desde luego aprendes
en carne propia
que la paciencia
es una virtud imprescindible
hasta que das con alguien
que encuentra la tecla adecuada
para darte la oportunidad
de dominar lo que sientes
y llevar una vida mínimamente
digna y aceptable.
Ahora todo se resume
en una combinación
de medicamentos,
infiltraciones,
y ejercicios de estiramiento
que cada mañana forman ya
parte imprescindible
de la rutina diaria.
Hoy me atrevo
a escribir sobre ello,
pero no como una queja,
sino para dejar constancia
de que la vida con dolor
que no llega a ser paralizante,
existe y está entre nosotros.
A veces pienso en ello
mientras me sumerjo
en el torpe entrenamiento,
y añado un manchón más
a mi autobiografía.
En el trance recuerdo a Saramago;
su voz es agua fresca
y un eco de Platón:
vivimos observando
las sombras que se mueven
en esa extraña caverna
que llaman realidad.
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