Hay muchas preguntas que me hago al enterarme de un nuevo asesinato machista: ¿Qué pasa después de los titulares que hablan de una mujer asesinada que vimos un día y desaparecieron al día siguiente? ¿Qué dijo la sentencia contra el asesino? ¿Qué pasó con los hijos e hijas? ¿Cómo vive hoy, seis, siete años después, su familia, su entorno? ¿Qué actuaciones han llevado a cabo las administraciones desde entonces? ¿Ha hecho el asesino cursos de reeducación? ¿Ha habido más asesinatos después en esos municipios? ¿Los hubo antes? ¿Se han tomado medidas adicionales? ¿Se recuerda a estas mujeres?
Supongo que si uno lo investigase, costaría por donde empezar, porque nadie querría hablar, porque la mujer igual fue repatriada a su país, porque ya nadie la recuerda. Costaría cuando llegases a un pueblo pequeño, donde todos se conocen. Cuando a lo mejor el presunto asesino se ha suicidado y los hijos no han asumido que aquello es una historia de violencia machista. O querrían pasar página por el dolor que les produce. Porque no sabrían cómo gestionarlo.
Leo sobre la historia de Josefa, una mujer de 76 años que fue asesinada presuntamente por su marido a las afueras de Chiclana el 6 de marzo de 2014, en plena semana conmemorativa del 8-M. Su marido, que tenía 79 años, se suicidó después en una finca cercana. Y ya. Poco más se recuerda de Josefa. Y es eso, la ausencia de recuerdo, lo más destacado de este caso y otros muchod, el silencio que se instauró desde el principio. Según las administraciones y todas las fuentes que se han consultado, sus hijos e hijas no quisieron hablar más de ello y tampoco quisieron hacerlo con cinco años después. Por muy obvio que parezca, esta es una de las cuestiones que aprendes tratando de documentar estas historias: que cada persona lo vive de una manera, lo afronta de una manera. Y que los hijos e hijas también son víctimas. Y que merecen nuestro respeto. Es obvio. Pero a veces lo obvio no lo vemos.
De las 55 mujeres asesinadas en 2014, siete –casi el 13%– eran mayores de 65 años y, en su mayoría, residían en pueblos. En este caso confluyen tres factores fundamentales: en primer lugar, es una mujer mayor y no ha presentado ninguna denuncia previa, muy probablemente por esa circunstancia, por ser una mujer mayor. Dicen los estudios que el 22,3% de las mujeres encuestadas se ha sentido maltratada en algún momento de su vida, con una mayor prevalencia de la violencia psicológica. También que las mujeres en este grupo de edad que consultaron a algún familiar directo, solo un 52,9% recibió el consejo de dejar la relación, frente al 84,1% de las menores de 65, que sí contaron con un familiar directo que les aconsejaron en esta dirección. Y según el publicado por el Gobierno Mujeres mayores de 65 años víctimas de violencia de género, elaborado recientemente por Cruz Roja Española con el apoyo de la Universidad Carlos III de Madrid, el 40% de las encuestadas ha sufrido violencia durante más de 40 años por parte de su pareja. En segundo lugar, vivía en una zona aislada, rural. Y, finalmente, el tercer factor que resta también visibilidad a esta historia es que el marido, el presunto autor del crimen, se suicidó. Con lo cual, ni fue juzgado, ni hay sentencia, ni hay condena.
Prácticamente, ya nadie recuerda que en Chiclana asesinaron a una mujer ese año. ‘¿Pero cuándo fue eso? ¿En Chiclana? ¿Un asesinato machista?”. De hecho, cuesta la interlocución con el Ayuntamiento, precisamente por ese clima de silencio, constatado por la propia Administración. El caso de Josefa no fue abordado después en los medios, salvo algún recuerdo ese mismo año, el 25-N. Josefa fue enterrada al día siguiente, un día antes del 8 de marzo, en el mismo cementerio que su marido. “Para llegar hasta allí, desde su casa, solo se ve tierra, campo. En ese camino de este pueblo costero no se intuye el mar. Unos molinos eólicos coronan a lo lejos los bloques de nichos, repletos de flores, en unas instalaciones perfectamente cuidadas. Cinco años después, las aspas gigantes giran al compás del húmedo viento de poniente. Es, junto al pajarillo que revolotea sobre la caja de luces que hay junto a su casa, lo único que se mueve en esta historia, detenida cinco años atrás”.
¿Recuerdan el caso de Ana Orantes? En 2020, el Ayuntamiento rotuló una calle del pueblo con su nombre. Ningún caso es igual a otro. Lo único que los une –aparte de la violencia machista como causa del crimen– es la soledad de las víctimas después del asesinato. La madre de Ana lleva tatuada en su muñeca derecha una mariposa con el nombre de su hija. Seis años después, esperan un juicio contra el asesino por presuntamente haber suplantado la identidad de ella días antes del crimen. No recibe ayuda de ningún tipo. Tampoco sicológica.
Algunos asesinos argumentan que lo hicieron por celos, otros que lo hicieron por una cuestión de honor, algunos muestran su arrepentimiento. No es fácil tampoco ponerse en su lugar. ¿Quién, además, quiere ponerse en la piel de un asesino? ¿Debemos acaso hacerlo? Pero muchas veces hacerlo da las claves para entender por qué ellos siguen sin entender que lo que han hecho no se llama celos, ni honor, ni necesidad. Es un crimen machista. Punto. Y también permite analizar por qué lo hacen aun entendiéndolo. Tres de los agresores que asesinaron a sus parejas o exparejas en 2014 habían asistido a un programa de rehabilitación dirigido a maltratadores. Es el caso, por ejemplo, de la historia en Vilanova i la Geltrú: el asesino, después de una primera condena en 2011 –que fue suspendida condicionada a recibir un curso de reeducación–, continuó maltratando a Núria y, finalmente, la mató. Esa es otra variante que, por desgracia, suele repetirse demasiado. La de los errores policiales y judiciales. En Chiclana, por volver al primer caso comentado, había un problema con las dispensas de los policías especializados, que se pasaron años pidiendo no llevar uniformes. Llevarlos desprotegía a las víctimas y alertaba al agresor.
Los datos de todos estos casos están documentados por periodistas del grupo #PorTodas, un proyecto de investigación sobre crímenes machistas que está siendo posible gracias a la microfinanciación de casi 3.000 mecenas. Las historias que cuentan son sobrecogedoras, pero alguien tiene que contarlas porque el olvido no es una opción.
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