Nació y yo pensé
que habría de
enseñarle
a saborear el frío
del invierno en su boca,
de acariciar la transparencia
fría del cristal
con la punta de su lengua,
de amar a los rezagados
de la vida,
aprender a cerrar la puerta
con siete cerrojos de silencio
y un punto y aparte
de su ausencia,
amar a las flores
tras la última vocal acentuada,
embarcarse hacia
las islas de poniente
si esa fuese la ilusión de su vida,
ordenar las mareas azules,
las huellas que dejen sus dedos
sobre el alma envenenada de los vasos...
Tendría que enseñarle
a buscar la luz entre las cosas,
a arrojar por la borda el equipaje
y saber irse con lo puesto.
Lo que no podía imaginar
es que a cambio de esa
responsabilidad tan grande
iba a obtener semejantes
dosis de alegría.
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