miércoles, 24 de diciembre de 2008

EL PLACEBO


Como cada mañana a las 10 en punto, Anabel llegó a la tienda. Levantó no sin esfuerzo la reja que protegía el escaparate y abrió la puerta despacio. La noche anterior había estado reponiendo los productos navideños y seguramente medio pueblo pasaría hoy a realizar las últimas compras para la cena. Un 24 de diciembre siempre es buena señal para un negocio que se encontraba en franca decadencia: Era propietaria de la típica tienda de pueblo, en la que se podía conseguir de todo, pero desde que se inauguró la nueva carretera y el camino hasta la ciudad más cercana se acortó a poco más de una hora, las ventas no habían hecho más que bajar.
Otra vez la navidad había llegado en silencio. En el día a día el paso del tiempo parecía eternizarse en el pequeño pueblo donde se condenó a vivir una existencia tan llena de rutinas, hacía ya una década. Pero si en fechas tan señaladas uno se atreve a mirar hacia atrás, nunca deja de sorprender lo rápido que pasan los meses y los años… Se obligó a dejar atrás sus reflexiones, encendió las luces del local y se colocó la bata que dejaba siempre tras de la puerta del pequeño garito que le servía de almacén y lugar íntimo cuando no había clientes.
Miró su rostro en el pequeño espejo del baño y se notó cansada. Había dormido mal, su cabeza no paraba de dar vueltas a las mismas ideas que, recurrentes, la saturaban cada vez que llegaban las navidades. Su cumpleaños había pasado dos meses atrás sin pena ni gloria, entraba ya en una época peligrosa para una mujer que deseaba ardientemente compañía: Seguía haciendo las mismas cosas que hacía diez años, cuando su padre le dejó en herencia el negocio que la obligó a volver al pueblo donde se crió. Que error el regreso. Se sentía cada vez más vacía, y en todo aquél tiempo sólo una fugaz relación con un chico obsesionado con largarse a la ciudad le dio algo de colorido a la monotonía. Hasta que el muchacho cumplió su sueño y no volvió a saber de él…
Desde aquél momento, no recordaba que algún hombre la hubiese mirado de manera especial. Lo cierto es que la rutina le había hecho remolona a la hora de arreglarse, y solía esconderse tras unas ropas grandes y cómodas que le daban seguridad. Total, en la pequeña prisión de montaña donde pasaba su condena tampoco le hubiera servido de nada arreglarse… Puso sobre el mostrador lo que le experiencia le decía que los lugareños irían a pedirle a lo largo de la mañana. También decidió tener cerca el último pedido de preservativos, porque sabía que algún jovencito pasaría a comprarlos, en perspectiva de lo que pudiera suceder a lo largo de una noche de fiesta y jolgorio…

-Ojalá en lugar de venderlos los usara- pensó con resignación.

Pero desde hacía bastante más tiempo del deseable, sólo le quedaba el consuelo de las caricias solitarias bajo las frías sábanas de su cama. El problema había sido siempre su tremenda timidez, la imposibilidad de hablar con los hombres y mostrarse tal cual era. Odiaba tanto esa faceta de su carácter que se sentía capaz de vender su alma al diablo con tal de hacerla desaparecer de una vez por todas.
Hacía frío aquella mañana. Los vecinos parecían demorar algo más la salida a la calle, aunque ya le llegaban desde alguna casa vecina aromas inconfundibles que anunciaban los acontecimientos de la noche, y que se generalizarían a lo largo del día. Se acercó a la ventana y comprobó que por fin el local que había estado en obras durante el mes anterior abría sus puertas al público. Le parecía una insensatez poner un herbolario en el pueblo, con la poca clientela que iba a tener. Además no creía en ungüentos ni en magias, y menos en aquellos hierbajos que por lo visto pretendían vender. Miró al hombre que una y otra vez salía de la tienda observando el aspecto de su escaparate. Tenía su atractivo: era alto, delgado, y parecía raparse la cabeza. Meditando sobre eso, la tomó por sorpresa que hubiese captado su presencia y caminase en su dirección. De inmediato entró de nuevo, buscando la protección del mostrador. Cuando el hombre llegó, un perfume a incienso se diseminó por la habitación…

-¡Buenos días!– Le dijo con una inusitada alegría – ¿Eres Anabel, no? Yo soy Rogelio, el dueño del herbolario. Quería presentarme antes de abrir, ya que hoy es mi primer día. Por cierto, los amigos me llaman Roger-
-¿Qué tal?- le contestó con una media sonrisa, intentando que no saliese a relucir su timidez. – Un día raro para inaugurar el negocio, ¿no?-
-Cierto, pero las obras se alargaron más de lo previsto, y no quiero atrasar la apertura. Y como no tengo nada más interesante que hacer…-
Su nuevo amigo se expresaba despacio y le miraba a los ojos sin apenas parpadear, lo que le resultaba tremendamente inquietante, pues era como si quisiera escudriñar cada uno de los recovecos de su alma. Mientras hablaba en tono resuelto y le preguntaba cosas sobre el pueblo, le rozó un par de veces el brazo y sintió como una especie de calor se apoderaba de ella… No pudo precisar cuanto rato estuvieron conversando, aturdida como estaba. Cuando volvió a la realidad vio que le tendían la mano a modo de despedida. Cuando estaba a punto de irse, el hombre se dio la vuelta y volvió a sorprenderla:

-Se me olvidaba. Como aquí parece haber de todo, ¿no tendrás por casualidad aspirinas?
-¿Con un negocio como el tuyo, dedicado a las hierbas, y usas la química para tus males?
- Que va, para nada: Son para mis plantas. He comprobado que les sienta bien una aspirina mezclada con agua, de vez en cuando…
-Ah. Vale. Pues aquí las tienes. Son un regalo. De bienvenida.
-Gracias, pero espera un momento… Yo también te haré uno, así será una especie de intercambio amistoso-

Corrió hasta su tienda y al poco salió de nuevo. Traía una pequeña bolsa de plástico transparente en la mano. Cuando se la pasó comprobó que contenía media docena de pastillas de color blanco.

- ¿Qué son?- preguntó extrañada.
-No temas. Son completamente inofensivas. Están hechas con productos naturales basados en una antiquísima fórmula de una tribu ya extinguida en la selva del Amazonas. Ayudan a sacar a la luz la parte de nuestra personalidad que por los motivos que fueran nos hemos visto obligados a reprimir. Tómate una cada vez que dudes de tus decisiones o pretendas conseguir algo- contestó con una cierta dosis de misterio y una sonrisa pícara mientras pronunciaba un satisfecho hasta luego…

Anabel se encogió de hombros, colocó las pastillas en uno de los estantes y no volvió a acordarse de ellas hasta el final del día. Del que no pudo olvidarse era de Roger, al que procuró hacer un seguimiento a medida que la jornada avanzaba. Parecía hacer sortilegios con la gente, que salía cargada con bolsas del establecimiento. A media tarde volvió a sorprenderla, cuando le acercó una infusión con ligero sabor a menta, que tomaron juntos y en silencio… Los nervios no le abandonaron en ningún momento. Sentía que aquél hombre la miraba de forma diferente, y dentro de ella se instaló una inquietud que ya creía olvidada… Le asaltó la loca imagen de los dos celebrando juntos la nochebuena, pero la sola idea de proponerle algo así a alguien que acababa de conocer le quedaba absolutamente descartada.

-A no ser, pensó… Recordó las pastillas y no tuvo dudas: Se tomó todo el cargamento de golpe.

Al principio no sucedió nada, pero pasada media hora comenzó a sentir una extraña sensación de seguridad. Percibió su cuerpo más sensual que nunca, para su sorpresa el rostro se volvió atractivo, y un deseo cada vez más ansioso se apoderó de ella. Palpó su cuerpo a través de la bata y sintió algo parecido a la fiebre. De repente necesitaba despojarse de aquella ropa que ahora le parecía horrible. Se metió en el almacén, para quitarse la falda y la blusa, se soltó la melena cobriza, e incluso se atrevió a pintarse un poco… Las sensaciones mejoraron cuando se puso la bata sobre la ropa interior. Le sacudió un estremecimiento al sentir esa frescura sobre su piel, y el deseo de que Roger la viera con su nuevo aspecto se hizo casi insoportable… A medida que se acercaba el momento del cierre, ya no apartaba la mirada del herbolario, suplicando que su dueño apareciera.
En el reloj del ayuntamiento dieron las seis de la tarde. Era la hora del cierre. No había vuelto a tener noticias de él. Dejó en su sitio la bata, pero desechó la falda y la blusa: Sorprendida de su propia osadía, prefirió la caricia directa del abrigo. Así salió a la calle, y justo cuando el desánimo empezaba a apoderarse de ella y se alejaba acera abajo, Roger la saludó con la mano desde el interior de su negocio, haciendo gestos de que entrase. Dudó un instante sobre qué hacer, pero aquél calor que la dominaba se impuso sobre su innata timidez.
Temblaba cuando atravesó la puerta. Supo al instante que el hombre captó la transformación que había experimentado a lo largo de aquél extraño día. Le daba igual, por una vez dejaría en libertad a la verdadera Anabel sin importarle las consecuencias… Cerró los ojos y dejó que la sensación de sentirse viva se apoderase por completo de ella.
…Y mientras se unían en un abrazo interminable, Roger no dejaba de pensar en que su instinto no le había engañado con aquella mujer que tanto le gustó desde un principio. Pero sobre todo sonreía, al pensar en los demostrados efectos beneficiosos que los placebos podían causar en determinadas personas.

-Feliz Navidad para siempre- Le dijo al oído.
- Si ese es nuestro destino, que así sea- suspiró Anabel, mientras dejaban atrás un rastro de ropas regadas por el suelo…

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