Golfo era un perro callejero que deambulaba por las calles del barrio donde mis padres fueron a vivir cuando se casaron. Lo conocieron enseguida, era toda una celebridad entre la chiquillería, pues nunca existió un animal más cariñoso con los niños que él. En aquella época yo no había nacido, pero fueron tantas las historias que me contaron después, que conozco su vida y sus costumbres como si yo también las hubiese vivido. Sabías donde encontrarlo a determinadas horas: A la entrada y la salida del colegio rondaba por los alrededores, lameteando y jugando con sus amigos, que le adoraban. A partir de las cinco de la tarde su terreno pasaba a ser el parque, donde las madres solían llevar a los niños a pasar un rato. Las noches..., nadie supo donde las pasaba hasta que mis padres, también enamorados del chucho, decidieron construirle una pequeña caseta en el jardín. Alguna vez intentaron dejarlo dentro de casa, pero Golfo era un espíritu libre: Sabía demostrarles su cariño, pero en la calle estaba su vida.
El tiempo fue pasando, y unos años después nací yo. Perdonen, que no me he presentado: Me llamo Alicia, como la del cuento. Quizás por eso me gusta tanto escribir historias, y esta, que forma parte de los recuerdos de mi niñez, trata de un animal que lo fue todo para mí en los primeros años de mi existencia: Mascota, compañero de juegos y paciente vigía que no pasaba un segundo sin demostrarme su amor incondicional y desinteresado.
A los tres días de haber nacido, a mi madre le dieron el alta en el hospital, y volvimos a casa. Albergaban dudas sobre la reacción de Golfo al conocerme. Existía el peligro de que hiciesen aparición los celos, pues a esas alturas era el rey del hogar. Nada más lejos de la realidad: Cuando me acercaron a él con cuidado, dicen que me olisqueó durante unos momentos, contempló a mis progenitores con esa mirada única que tenía, y se puso a dar saltos y ladridos de puro contento por la novedad que se incorporaba a la familia. Sus intereses cambiaron: Se instaló desde el primer instante debajo de la cuna, y durante días no hubo forma de que abandonara su sitio, excepto para hacer sus necesidades perrunas.
Desde que tengo uso de razón, siempre estuvo ahí. Costó hacerle entender que a partir de los tres años hube de incorporarme a la guardería. Pero luego era el primero en esperar detrás de la puerta de casa para acompañarme a clase, yo siempre orgullosa de llevarlo con su correa. De esa manera, mi integración en la vida escolar fue como la seda: Golfo se encargó de solucionarlo con los que serían mis compañeros. Después fui creciendo al mismo tiempo que mi amigo envejecía. A los siete años yo era una pecosa rubia bastante desinquieta y Golfo entraba en la tercera edad canina. Ya no podía acompañarme al colegio, y sus salidas se limitaban a dar unos pasos por el jardín. El resto del tiempo permanecía en su colchoneta, dormitando.
-Está viejito- me habían explicado mis padres.
Yo me preocupaba cada vez más, pues cuando intentaba jugar con él, me miraba con ojos tristes y movía la cola como para indicarme que le era imposible. Cuando llegaron las navidades de aquél año, su salud acabó por deteriorarse del todo. Mi padre tenía que alzarlo un par de veces al día para llevarlo al jardín y traerlo de vuelta en brazos porque no le quedaban fuerzas. El veterinario diagnosticó que el final se avecinaba, que padecía de una artritis generalizada y le funcionaba mal el corazón. Aunque mis padres intentaron mantenerme al margen, me pasaba junto al perro todo el tiempo.
Cuando falleció, mi mundo pareció desplomarse. Aún lo recuerdo: Era el 22 de diciembre y por la radio sonaba la cantinela del Sorteo de la Lotería de Navidad. La noche anterior no había podido dormir, y me levanté cuando ya no se escuchaban ruidos en la casa. Me acerqué a Golfo, que gimió al verme, le abracé y nos dormimos juntos. Ya no se despertó.
Allí nos encontraron mis padres por la mañana, me recogieron con cuidado y me llevaron a la cama para organizar lo que vendría cuando me despertase: Lloré como nunca antes lo había hecho. Por primera vez supe que el amor que puedas sentir por un ser vivo, no le salva de la muerte. Nunca averigüé como se enteraron de la noticia, pero pronto mis amigos fueron llegando y obtuve un poco de consuelo al darme cuenta de que mi mascota supo ganarse el cariño de todos. Se organizo un improvisado entierro en un descampado cercano y pude entrever como mi padre hacía esfuerzos para disimular las lágrimas, cuando lo depositó en el agujero que iba a ser su última morada.
Pasaron llenos de tristeza los días que faltaban para Nochebuena. La carta a Papá Noel sólo tuvo un deseo: Que Golfo volviese conmigo. Vinieron a cenar a casa mis abuelos, que intentaron darme los ánimos que no tenía. Pedí irme a acostar pronto, y mi abuela me acompañó para arroparme, como hacía cada vez que estaba en casa. Sus últimas palabras antes de abandonar la habitación se me quedaron grabadas en la memoria:
-No desesperes, Alicia. Ten confianza en Papa Noel: Has sido una niña buena y seguro que hará lo posible por concederte lo que has pedido-
Me dormí con ese pensamiento en mi mente, llena de esperanza y de nervios. Recuerdo una especie de entrevela en que me pareció ver a un anciano solemne de barba blanca y ropajes rojos que me sonreía con un guiño de complicidad...
Al levantarme por la mañana, eché a correr hacia el salón. A los pies del árbol había una enorme caja adornada con un lazo rojo... Algo se movía en su interior. El corazón se me salía del pecho cuando la abrí: Dentro había un diminuto cachorro que se puso a dar saltos y agitar la cola al verme. Lo advertí enseguida: Tenía la misma mirada inconfundible de inteligencia y ternura de Golfo. Un enorme grito de alegría me salió de lo más profundo de la garganta, mientras mis padres y mis abuelos reían. Lo tomé con cuidado entre mis brazos, y cuando recibí su primer lengüetazo ya no tuve dudas de quién era.
El tiempo fue pasando, y unos años después nací yo. Perdonen, que no me he presentado: Me llamo Alicia, como la del cuento. Quizás por eso me gusta tanto escribir historias, y esta, que forma parte de los recuerdos de mi niñez, trata de un animal que lo fue todo para mí en los primeros años de mi existencia: Mascota, compañero de juegos y paciente vigía que no pasaba un segundo sin demostrarme su amor incondicional y desinteresado.
A los tres días de haber nacido, a mi madre le dieron el alta en el hospital, y volvimos a casa. Albergaban dudas sobre la reacción de Golfo al conocerme. Existía el peligro de que hiciesen aparición los celos, pues a esas alturas era el rey del hogar. Nada más lejos de la realidad: Cuando me acercaron a él con cuidado, dicen que me olisqueó durante unos momentos, contempló a mis progenitores con esa mirada única que tenía, y se puso a dar saltos y ladridos de puro contento por la novedad que se incorporaba a la familia. Sus intereses cambiaron: Se instaló desde el primer instante debajo de la cuna, y durante días no hubo forma de que abandonara su sitio, excepto para hacer sus necesidades perrunas.
Desde que tengo uso de razón, siempre estuvo ahí. Costó hacerle entender que a partir de los tres años hube de incorporarme a la guardería. Pero luego era el primero en esperar detrás de la puerta de casa para acompañarme a clase, yo siempre orgullosa de llevarlo con su correa. De esa manera, mi integración en la vida escolar fue como la seda: Golfo se encargó de solucionarlo con los que serían mis compañeros. Después fui creciendo al mismo tiempo que mi amigo envejecía. A los siete años yo era una pecosa rubia bastante desinquieta y Golfo entraba en la tercera edad canina. Ya no podía acompañarme al colegio, y sus salidas se limitaban a dar unos pasos por el jardín. El resto del tiempo permanecía en su colchoneta, dormitando.
-Está viejito- me habían explicado mis padres.
Yo me preocupaba cada vez más, pues cuando intentaba jugar con él, me miraba con ojos tristes y movía la cola como para indicarme que le era imposible. Cuando llegaron las navidades de aquél año, su salud acabó por deteriorarse del todo. Mi padre tenía que alzarlo un par de veces al día para llevarlo al jardín y traerlo de vuelta en brazos porque no le quedaban fuerzas. El veterinario diagnosticó que el final se avecinaba, que padecía de una artritis generalizada y le funcionaba mal el corazón. Aunque mis padres intentaron mantenerme al margen, me pasaba junto al perro todo el tiempo.
Cuando falleció, mi mundo pareció desplomarse. Aún lo recuerdo: Era el 22 de diciembre y por la radio sonaba la cantinela del Sorteo de la Lotería de Navidad. La noche anterior no había podido dormir, y me levanté cuando ya no se escuchaban ruidos en la casa. Me acerqué a Golfo, que gimió al verme, le abracé y nos dormimos juntos. Ya no se despertó.
Allí nos encontraron mis padres por la mañana, me recogieron con cuidado y me llevaron a la cama para organizar lo que vendría cuando me despertase: Lloré como nunca antes lo había hecho. Por primera vez supe que el amor que puedas sentir por un ser vivo, no le salva de la muerte. Nunca averigüé como se enteraron de la noticia, pero pronto mis amigos fueron llegando y obtuve un poco de consuelo al darme cuenta de que mi mascota supo ganarse el cariño de todos. Se organizo un improvisado entierro en un descampado cercano y pude entrever como mi padre hacía esfuerzos para disimular las lágrimas, cuando lo depositó en el agujero que iba a ser su última morada.
Pasaron llenos de tristeza los días que faltaban para Nochebuena. La carta a Papá Noel sólo tuvo un deseo: Que Golfo volviese conmigo. Vinieron a cenar a casa mis abuelos, que intentaron darme los ánimos que no tenía. Pedí irme a acostar pronto, y mi abuela me acompañó para arroparme, como hacía cada vez que estaba en casa. Sus últimas palabras antes de abandonar la habitación se me quedaron grabadas en la memoria:
-No desesperes, Alicia. Ten confianza en Papa Noel: Has sido una niña buena y seguro que hará lo posible por concederte lo que has pedido-
Me dormí con ese pensamiento en mi mente, llena de esperanza y de nervios. Recuerdo una especie de entrevela en que me pareció ver a un anciano solemne de barba blanca y ropajes rojos que me sonreía con un guiño de complicidad...
Al levantarme por la mañana, eché a correr hacia el salón. A los pies del árbol había una enorme caja adornada con un lazo rojo... Algo se movía en su interior. El corazón se me salía del pecho cuando la abrí: Dentro había un diminuto cachorro que se puso a dar saltos y agitar la cola al verme. Lo advertí enseguida: Tenía la misma mirada inconfundible de inteligencia y ternura de Golfo. Un enorme grito de alegría me salió de lo más profundo de la garganta, mientras mis padres y mis abuelos reían. Lo tomé con cuidado entre mis brazos, y cuando recibí su primer lengüetazo ya no tuve dudas de quién era.
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