jueves, 6 de diciembre de 2007

EL EXPOLIO NAZI DE OBRAS DE ARTE

Imagen: "Adele Bloch Bauer I", de Gustav Klimt
En las páginas de cultura del diario “el país” de este pasado domingo se hizo referencia al expolio de obras de arte que realizaron los nazis entre 1939 y 1945, a lo largo y ancho de la Europa ocupada. Son estos unos hechos que han quedado en un lugar secundario para el gran público en el inventario de ignominias que supuso el nazismo, pero cuyas consecuencias han llegado hasta nuestros días. Hasta tal punto es así, que ha de considerarse un capítulo de ese período de la historia europea que aún no puede darse por cerrado.
A lo largo y ancho de la Europa ocupada se calcula que robaron literalmente centenares de miles de obras de arte, cientos de miles de muebles y millones de libros y manuscritos. No quedaron al margen ni instituciones ni particulares: Iglesias, museos, galeristas y coleccionistas individuales sufrieron las consecuencias. Solamente en Francia se llevaron más de 100.000 pinturas. Hitler y Göering (el segundo en la jerarquía), controlaron directamente estas actividades, que resultaron sumamente lucrativas para los altos cargos del régimen. El plan estaba basado en tres pilares fundamentales: Razones económicas, xenofobia y enriquecer sus propias colecciones.
En el primer capítulo intervenían las obras de los que los nazis consideraban “arte degenerado”. El arte moderno (impresionismo, surrealismo...) estaba prohibido en Alemania, pero le sirvió a los nazis como un método más de enriquecimiento o financiación de la guerra. El propio Göering llegó a realizar hasta cinco viajes privados a París para conseguir obras. Las que despreciaban eran utilizadas en un sistema de trueque o vendidas en Suiza.
Las causas xenófobas son evidentes. Lo mismo que se decidió acabar físicamente con los judíos, había también que hacer desaparecer todo vestigio de su cultura: Se cebaron con gente que abandonó sus casas para huir, había sido internada en campos de concentración o necesitaba dinero para comprar visados y escapar a sitios más seguros...
Por último, quedaba la obsesión por enriquecer las colecciones de los oficiales nazis... Se calcula que para este fin se llegaron a reunir unas 10.000 obras. Algunos robos se efectuaban a la carta. Miembros del círculo más cercano a Hitler llegaron a hacer lo que se ha denominado como “listas de la compra” con instrucciones específicas sobre las obras a conseguir.
Como en el resto de sus actividades criminales, los nazis fueron extremadamente cuidadosos a la hora de documentar sus movimientos: Dejaron constancia de su eficacia, anotando en libros creados para tal efecto todas las “adquisiciones” realizadas (al menos las oficiales), pues habían de presentarlos periódicamente al führer, para que éste eligiera las que deseaba para engrosar los fondos de un museo que pretendía abrir con su nombre. Al acabar la guerra se hallaron algunos que incluso fueron aportados como pruebas en los juicios de Nüremberg. Pero se comenta que llegaron a haber más de cien, y la mayoría no ha aparecido.
Al acabar la guerra se recuperaron un buen número de estas obras, que se reintegraron a los legítimos dueños o sus herederos. Pero miles de ellas quedaron dispersas por el mundo. El mercado del arte se encargó de que fuesen a parar a museos, galerías, casas de subasta y colecciones privadas de Europa y Estados Unidos. Los afectados han reaccionado ante estos hechos de diversa manera: Algunos han pleiteado sin descanso hasta recuperar lo que legítimamente les pertenece, otros siguen en el empeño, y muchos han acabado por abandonar toda esperanza. Las cosas se complican porque en bastantes ocasiones, los que actualmente las poseen se hicieron con ellas sin saber su turbio pasado: Incluso el Reina Sofía –“La familia en metamorfosis” de André Massón- o la Fundación Thissen –“Rue St.Honore, Apres-Midi, Effet de Pluie” de Camile Pissarro- tienen algún ejemplo en sus fondos.
Son casos llenos de connotaciones éticas y de difícil solución legal si los implicados no llegan a acuerdos particulares. Un ejemplo significativo es lo ocurrido con la pintura más famosa de Gustav Klimt, el maravilloso retrato “Adele Bloch Bauer I”, restituido por Austria a la sobrina de la protagonista tras un largo proceso y luego vendido por ésta al magnate de los cosméticos Ronald Lauder, fundador del museo Neue Galerie de Nueva York, dedicado al arte alemán y austriaco. El precio: 112,5 millones de euros, el más alto pagado hasta ahora por un cuadro.
Resulta cuando menos sorprendente tratándose de un régimen tan execrable como el nazi, que para la mayoría de los países europeos este tipo de delitos ya hayan prescrito. No ocurre lo mismo en Estados Unidos, pero en la práctica se necesita un fuerte apoyo económico para hacer frente a los altos costes que supone plantear una demanda de este tipo, un obstáculo demasiado alto en muchos casos. Lo más injusto es que el paso del tiempo es el mayor enemigo de los expoliados: Cada año quedan menos dueños y descendientes vivos y muchos prefieren pasar página definitivamente y olvidarse del tema. Si no se corrige el desafuero en que se encuentra el tema actualmente, de alguna manera los nazis se habrán salido con la suya.
Para ayudar a corregir esa injusticia, el Museo de Israel ha publicado este año en su página de internet-
www.imj.org.il -un catálogo de más de mil pinturas y dibujos rescatados por organizaciones judías. El propósito es que puedan ser restituidas a los legítimos propietarios, así como obtener detalles sobre las que aún están sin identificar. El valor de algunas obras puede superar los 10 millones de dólares.

Libro recomendado: El museo desaparecido – La conspiración nazi para robar las obras maestras del arte mundial, de Héctor Feliciano. Editorial Destino.

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