domingo, 26 de agosto de 2012

UNA ACCIÓN SIMBÓLICA



En las filas de la derecha sociológica se ha oficializado con la figura de Sánchez Gordillo un nuevo Satán contra el que dirigir toda clase de invectivas en una campaña feroz para desprestigiar el emblema de rebeldía en que podría convertirse a nivel popular, dadas las circunstancias actuales de desprestigio y despego que provoca la mal llamada clase política.
Basta con ver el nerviosismo y la ira que expresan las reacciones en los sectores oficiales para comprobar que el Sindicato Andaluz de Trabajadores hizo algo más que entrar en dos supermercados para llevarse sin pagar un puñado de alimentos de primera necesidad. En realidad su acción tuvo un carácter simbólico, los participantes en ningún momento le han restado

importancia o valor, ni mucho menos han buscado una coartada legal ante la previsible represión desmedida del Estado. De hecho, han realizado precisamente lo contrario: reforzar su incontestable carácter político.
A diferencia de un simple robo, una intervención política no agota su sentido en la simple acción, en el aquí y el ahora de lo que se dice y lo que se hace. Una intervención política busca siempre algo más: El propósito es conseguir que la realidad aparezca bajo una óptica diferente, descubriendo causas y abriendo perspectivas que antes eran invisibles y que quedan expuestas al análisis de la colectividad.
¿Qué le da entonces su carácter político a esta acción concreta del SAT, y cuál es la realidad que su intervención ha permitido ver y plantear de manera diferente? No se trata simplemente de reiterar todas las mentiras del gobierno y la oposición, los eufemismos insultantes con que llenan cada día el discurso político, ese ejercicio ofensivo que consiste en hacer como si la gente fuera idiota para lograr que, a base de catalogarnos como seres pasivos, incapaces y desinteresados, acabemos actuando y respondiendo como tales. Se trata de subrayar algo más profundo, y es que la situación política ha entrado en una fase de obscenidad tal, que ya nadie se cree las palabras que oye pronunciar, y de hecho no se sabe bien si los valores que se citan desde esas tribunas donde se le da la espalda a los ciudadanos (democracia, Europa, legalidad, justicia) corresponden en última instancia a algo más que una serie de términos huecos que ya no significan nada.
En la nueva era del gobierno de la deuda, los  mensajes relativos a la democracia liberal, la construcción europea o la cultura de la transición han saltado por los aires, y las profundas heridas sociales que disimulaban han quedado expuestas a la vista de todos. El régimen sigue actuando en el convencimiento de que la ausencia de opciones políticas reales hace imposible vislumbrar una alternativa. Saben que en cualquier momento puede despertarse la ira o la rabia popular ante la agudización del sufrimiento, pero esperan reducirlas al escenario más fácil de manejar políticamente: el de la violencia ciega, que hará sencillo acusar a sus protagonistas de colocarse al margen del sistema y despojarlos de sentido. Cuentan con que esa rabia no sea capaz de darse un contenido político propio, por eso la acción del SAT les ha escandalizado tanto.
La expropiación de comida del SAT es un símbolo y le da un significado político precisamente a aquello que se pretende silenciar: no solo una realidad evidente (la pobreza, la desigualdad, el paro y el sufrimiento ciudadano) de la que hay que empezar a hablar de otra manera, sino la distancia creciente que separa al poder político de su objeto mismo, de una realidad social que ya no puede contener, ordenar y controlar con tanta facilidad. Esa distancia amenaza con romper el marco del consentimiento, de la legitimidad del poder y de sus leyes, por la que los ciudadanos ‘autorizan’ a quienes los representan y ejercen autoridad sobre ellos. La acción política del SAT, y en eso consiste precisamente su grandeza, ha servido para afirmar que hay ficciones que ya no rigen, que hay frases que hoy en día se han vuelto obscenas, como que la ley es igual para todos, justicia es lo mismo que legalidad, la propiedad es sagrada, pagar lo que se consume es una obligación moral...
En su lugar, ha planteado políticamente una serie de preguntas sencillas: ¿quién le debe a quién? ¿De qué lado está el Estado, y qué intereses defiende en última instancia? ¿Qué sucede si somos nosotros quienes, precisamente en nombre de la justicia, decidimos no obedecer las leyes? ¿Qué pasaría si opusiéramos una ley propia, un principio de autonomía democrática, a un gobierno que se ha vuelto despótico y hostil y que es incapaz de cimentar nuestra propia sumisión, pues ya no puede representarnos? Por eso la clase política al unísono vuelve a atizar el miedo, retomando el recurso policial, hablando de la posibilidad del caos. Pero el caos son ellos: es su mismo poder obsceno el que se resquebraja ante la insumisión democrática que más tarde o más temprano acabará por derribarles.

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