sábado, 11 de agosto de 2012

AL BORDE DEL PRECIPICIO


Vivir en sociedad es asomarse al precipicio un día sí y otro también. Desde que el mundo es mundo no ha existido una civilización en la que sus miembros hayan sido capaces de vivir, por el mero hecho de pertenecer a esa sociedad, en un estado de paz, justicia e igualdad social. Por desgracia, parecer se una característica del ser humano conseguir exactamente lo contrario.  Esa es la gran tragedia de la sociedad. Entre las castas indias y la tiranía del origen y del dinero de la nuestra, hay menos diferencias de lo que pensamos. Y en estos últimos años esa diferencia precisamente se ha venido a llamar "estado de bienestar", una tendencia mínimamente igualitaria dentro del capitalismo que nunca ha gustado a los poderosos, esos "prohombres" que tanto hacen por nosotros a la hora de acumular dinero, y que quieren establecer diferencias con los demás por esa misma razón: porque no sabemos acumularlo o tenemos entrañas para no hacerlo cueste lo que cueste...
La historia ha de hacernos conscientes de que las conquistas sociales jamás se regalan.  Fueron conseguidas a base de una titánica lucha, esa que denominamos de clase Agrupados en torno a los ahora tan denostados sindicatos, nuestros padres y abuelos consiguieron que un tipo como yo, miembro de una clase media-baja (es decir, que puede pagarse lo mínimo para vivir con dignidad, e incluso puede irse de vacaciones de vez en cuando), haya tenido el respaldo de la sociedad para beneficiarse, gracias a los impuestos que genera su trabajo, de unos servicios sociales que mejoran la calidad de vida de todos los ciudadanos.
Este discurso de nivel de ESO (y diría de Educación para la Ciudadanía, pero no quiero que el lector piense que pretendo aleccionar a nadie) tiende a ser menospreciado, ridiculizado y sacado de contexto por aquellos que defienden que, a pesar del fracaso demostrado en tantos momentos de la historia reciente, ha de ser el mercado, ese mercado demiúrgico y lóbrego, quien regule y se encargue de todo lo que tenga tufo a servicio social. La razón que se esgrime en este discurso, que por ende es el del gobierno del Partido Popular, es que sólo aquello que es rentable tiene calidad, máxima que hemos de  sufrir como un cáncer en nuestra vida laboral y que es el argumento favorito de esos que creen tener la varita del éxito en la rentabilidad de una empresa... O de un país.
Llama poderosamente la atención que ahora nos indignemos con quienes defienden esas posturas, como si no se hubiese sabido que así lo hacían antes de haberles dado carta blanca para ponerlas en práctica. Pero causa aún más tristeza que el mundo siga funcionando de esta manera entre la indiferencia de tantos, que sólo han empezado a movilizarse cuando el tijeretazo les desmantela su presente y nos hayamos metido en esta espiral que arruinará el futuro de al menos una generación.
Causa una rabia infinita que seres allegados las estén pasando canutas, y un sentimiento de temor nos invade al pensar que el siguiente pueda ser uno mismo. Pero lo que más indigna es que sean la inoperancia y la desfachatez la que estén causando tanto sufrimiento gratuito, que por otra parte se demuestra insaciable en su voracidad, porque innecesario y gratuito lo es. Y la indignación se convierte en ira cuando comprobamos que se toma a guasa ese sufrimiento por parte de aquellos que se creen por encima de los demás debido a su cuna, su ruindad o su total ausencia de escrúpulos.
La tristeza, el desánimo, y la desesperanza son el signo de los tiempos que corren... Pero algunos clamamos por un nuevo orden, y buscamos otras expectativas, aunque ese tipo de ilusiones estén de capa caída. Tristes tiempos son estos cuando deberían ser dichosos. Si nos han robado nuestro derecho a ser felices, al menos nos quedará la rebeldía. Si los que nos precedieron se levantaron cuando se encontraban al borde del precipicio, ¿por qué no vamos a poder hacerlo nosotros? 



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