martes, 6 de marzo de 2012

NACER Y MORIR



Nacemos y morimos todos los días,
sólo duramos vivos unas pocas horas,
y en el afán por sugerirle al tiempo
que nunca se detenga,
el sueño nos vence y nos devuelve
al ser humano que llevamos dentro.
Somos una mínima fracción de algo
en un gigantesco agujero negro
con destellos disonantes.
Para salvarnos deberíamos volver
a la posibilidad de un nuevo origen
con la mirada limpia de la infancia,
la láctea esencia del cariño sincero,
la compañía distendida y tranquila,
la observación interior,
la verdad de la autocrítica,
la modestia de una taza de té
o la ternura sin par de una mirada.
Porque la verdad es que la vida
no pretende agasajar con luminarias
que en último término nada significan
sino premiarnos con su campo más fértil,
apacible para los pies cansados,
con el aroma de frutales germinados
y los cielos abiertos a huellas fecundas.
El problema, amiga mía, es que
con el transcurrir cruel del tiempo
nos volvemos ciegos para sentirla
de esa tan especial manera
y acabamos naciendo y muriendo
cada jornada envueltos en la bruma
de nuestras fútiles preocupaciones:
Cumplimos religiosamente con las tareas
que la colectividad nos ha impuesto
sobreviviendo hasta la noche
en que de nuevo el cuerpo se adormece
y retornamos a la muerte diaria
esperando una nueva oportunidad
de abrir los ojos con algo que valga la pena.
He ahí lo sustancial de tu presencia,
porque en el don milagroso de la amistad
el círculo perverso de esta existencia
se ha roto de la manera más hermosa:
y es que ahora nazco y muero contigo
cuando te siento y cada vez que te escribo.

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