jueves, 18 de noviembre de 2010

THE WIRE: UNA SERIE ANTOLÓGICA

Hacía tiempo que deseaba abordar el tema de la evolución de los géneros narrativos cinematográficos y de cómo algunas recientes series de televisión, y en especial las que ha producido la cadena HBO, se están convirtiendo en los relatos más representativos y logrados de nuestro tiempo. Una afirmación de tal envergadura podría considerarse notoriamente exagerada, sin embargo, el contacto directo con las historias, personajes y escenarios de la serie The Wire, lo confirma. La HBO no sólo ha elaborado un magistral producto televisivo, sino un asombroso relato que, juzgado desde cualquier criterio o enfoque posible –el complejo entramado de su estructura narrativa, el potentísimo lenguaje audiovisual, la variedad y riqueza de personajes, la hondura del retrato del entorno urbano en que transcurre (la ciudad atlántica de ¿Baltimore? A quién le interesa Baltimore?, y en especial su zona oeste infestada de altas tasa de criminalidad y un floreciente negocio de tráfico de drogas), el ingenio y sutileza de los diálogos–, alcanza un altísimo nivel, perfectamente comparable a cualquier relato literario por su calidad, ambición, alcance y capacidad de influencia sobre los espectadores.

A la serie escrita por David Simon y Ed Burns (el primero fue durante muchos años reportero de sucesos del diario The Baltimore Sun, y el segundo detective de la policía y luego profesor en diversas escuelas de la ciudad), llegué a través de la recomendación de un amigo. He devorado la primera temporada y no creo que pueda parar hasta disfrutar la totalidad de los sesenta capítulos, cuyo núcleo temático esencial son las investigaciones policiales sobre el tráfico de drogas y otros negocios clandestinos. El título alude a la importancia que para el trabajo de los agentes de la policía de Baltimore representan los mecanismos de vigilancia y escucha electrónica, pero conviene señalar que The Wire es mucho más ambiciosa y rica por su planteamiento que otras series policíacas.

De hecho, si se examina el contenido de sus cinco temporadas -la primera, centrada en el tráfico de drogas en las zonas suburbiales de Baltimore, con predominio abrumador de la población afroamericana; la segunda, que narra los tejemanejes de los sindicatos portuarios y sus conexiones con las mafias del narcotráfico, la inmigración ilegal y el proxenetismo; la tercera dedicada a los múltiples problemas que origina la administración y el gobierno de la ciudad; la cuarta sobre el sistema escolar de Baltimore y sus conflictos cotidianos; y la quinta y última acerca de los medios de comunicación y en especial sobre los mecanismos mediante los cuales la prensa escrita convierte los sucesos en hechos noticiosos- puede observarse que el interés de la historia trasciende con mucho el marco de una serie policíaca para convertirse en un certero y acerado diagnóstico sobre los conflictos (raciales, sociales, económicos, políticos) que tienen lugar en una gran urbe contemporánea.

Tampoco los sucesos ni los personajes de The Wire se corresponden con lo que los espectadores estamos acostumbrados a ver en una serie de televisión. La trama se sustenta sobre un tejido narrativo de enorme complejidad argumental. El número, variedad y riqueza de escenarios, situaciones y personajes de la serie desborda ampliamente todo lo que está acostumbrado a asimilar el espectador. La impresión general que se obtiene después de ver unos cuantos capítulos es que en el mundo narrativo de The Wire palpita una realidad cuyo verismo, intensidad y capacidad de convicción son tan sólidos, asentados y potentes como en la mejor novela realista. Los creadores de la serie han manifestado en más de una ocasión que The Wire es una novela visual por entregas, una descripción certera por la variedad de tonos, estilos y lenguajes, la complejidad moral de la trama y de las relaciones entre personajes- que sólo se encuentran en las grandes obras narrativas de la literatura universal.

Si la vida y la realidad son variadas, diversas, versátiles e inesperadas, también lo es una serie en la que se dan cita los sucesos más terribles y trágicos junto a los episodios más chuscos, las pasiones y sentimientos más nobles pero también los más vergonzosos, lo sublime y lo grotesco, los personajes de lento y demorado dibujo, cuya configuración se va perfilando a lo largo de las sucesivas temporadas, el lenguaje crudo y el argot (imprescindible verla en versión original)... Y lo más asombroso es que toda esta multiforme variedad de elementos se presenta al espectador en unas condiciones de naturalidad y verosimilitud que hacen que hasta las situaciones más inesperadas, los sucesos más abominables o los personajes moralmente más abyectos sean aceptados en su realidad. Cualquiera puede tener sus simpatías y antipatías ante los personajes y sus conductas, pero lo que no puede negarse es que ni los unos ni los otros carecen de justificación interna, de una psicología y una historia personal que las explica y en muchos casos las justifica.

El efecto catártico de The Wire tiene mucho que ver con la forma en que la serie desborda los tópicos televisivos y pone a los espectadores ante hechos, situaciones y personajes no sólo esencialmente verdaderos, sino originales. Nada más ajeno a la serie que la tópica fórmula de la virtud recompensada y el vicio castigado, no sólo porque las fronteras entre virtud y vicio se borran espléndidamente hasta hacerse indistinguibles, sino porque la compleja, azarosa y vivísima historia de cada uno de los personajes hace comprender a los espectadores que ellos, en una situación semejante, no se comportarían de forma muy distinta a la de los caracteres de ficción. En este sentido, creo que no es imprudente afirmar que la relación de los espectadores de The Wire con los episodios y los personajes de la serie no coincide en modo alguno con ese tipo de respuesta incondicional, sea positiva o negativa, que tantos programas creados para la televisión (y sobre todo tantas series policíacas) promueven. Es indudable que la simpatía y la antipatía, la fascinación o el rechazo de los espectadores existen; de hecho, la extensísima nómina de personajes proporciona una oportunidad deliciosa para que cada cual seleccione el objeto de sus pasiones. Pero esas emociones estarán subordinadas al interés radical que nos despiertan sus vidas, el deseo de saber más de cada uno de ellos, de verlos moverse ante nuestros ojos –con independencia de que hagan el bien o el mal, pues tal cosa resulta indiferente-, de seguirlos paso a paso hasta que desaparezcan del relato.

Los guionistas y realizadores han sabido rechazar la tentación de caer en los tópicos habituales del género policíaco: la subordinación de la historia a la perfección de la trama, la mitificación de las habilidades detectivescas, la simplificación moral, los personajes unidimensionales, las lecciones y los sermones. Naturalmente, esta originalidad tiene su precio, pues sobre todo en los primeros episodios se tiene la sensación de estar vagando por un territorio que apenas muestra senderos definidos. Extraña la naturaleza ambigua de muchos personajes, hay elipsis difíciles de completar, se echan en falta antecedentes, explicaciones o miradas retrospectivas, y no se comprenden inmediatamente numerosos hechos y circunstancias. Sin embargo, si se superan esos escollos enseguida se tiene la certidumbre de estar ante una serie que trata al espectador como persona inteligente y adulta, capaz no sólo de hacer un esfuerzo adicional de atención, sino de mejorarse a sí mismo con una mirada abarcadora, comprensiva, que es la misma de los grandes creadores de las ficciones narrativas de todas las épocas.

Es inevitable traer a colación el concepto de realismo, pues en efecto se trata de una serie que no sólo quiere mostrar la realidad en sus muy diversas facetas, tonalidades y reflejos, sino también interpretarla en un sentido muy poco complaciente y en general desde una perspectiva muy crítica. En su observación de los mundos aparentemente opuestos del narcotráfico y las redes mafiosas, por un lado, y de las fuerzas del orden público encargados de combatirlas, por otro (y este es, como ya dijimos, el eje argumental alrededor del cual se desarrolla toda la serie), The Wire opta por un enfoque mediante el cual se destaca lo que de paradójicamente común hay entre ambos. La complejidad moral es otra vertiente interesantísima, por original y artísticamente muy atractiva, de esa voluntad realista. No hay héroes al modo habitual en The Wire, no sólo porque difícilmente se encuentran en un mundo real en el que es inverosímil la épica de lo heroico, sino porque detrás de cada acción digna de encomio laten motivaciones poco transparentes, difusas o abiertamente contradictorias.

Y si desde el punto de vista de la representación de la realidad The Wire es un caso único de de excelencia, creatividad y amplitud de miras, no lo es menos desde la perspectiva de su factura cinematográfica. De la misma manera que el buen escritor consigue que su estilo sea reconocible en cualquiera de sus obras, los guionistas y realizadores de The Wire han logrado que los sesenta capítulos de la serie sean inmediatamente identificables por un conjunto de rasgos que proporcionan coherencia y rigor a toda su espléndida variedad. Destaca especialmente la integración en la trama de los fondos musicales que forman parte de la banda sonora, cuyo tema principal fue compuesto por un músico tan emblemático como Tom Waits; pero también el ritmo por lo general solemne y reposado de la narración, en la que brilla por su ausencia el frenetismo sincopado que a menudo hace tan insoportables las historias policíacas y los thrillers; los finales abiertos y a menudo desconcertantes; los diálogos ingeniosos, ácidos y sentenciosos donde la literatura brota a cada paso de forma tan natural y espontánea que hace verosímil la elocuencia de todos los personajes.

La serie está destinada a ser un clásico de nuestra época. Hay que verla... Y disfrutarla.

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