domingo, 21 de noviembre de 2010

NUESTRO PINO

Una de las razones por las que adoro los bosques de mi isla es porque de alguna manera me siento parte de su familia. Ya sé que sonará a tontería, pero es que una vez mi hija y yo plantamos un pino. Formó parte de su proceso de concienciación sobre lo que significan los árboles y creo que le ayudó a entender el amor y el respeto que les debemos. Todo comenzó un día en que asistimos a una feria de artesanía canaria, y pasamos por un stand donde estaban regalando pequeñas muestras de pino canario, unidades diminutas recién salidas de un invernadero, como forma de mentalizar a la población de la importancia de nuestra flora, y en especial del pino canario, que como medio de adaptación al entorno de unas islas de origen volcánico ha desarrollado una corteza resistente al fuego, ayuda a que el suelo no se pierda con las escorrentías y atrapa la humedad de las nubes a su paso para dejarla caer suavemente en su lecho de pinocha hasta convertirla en agua como símbolo de vida ...

Nos llevamos a ese proyecto de arbolito a casa, sabiendo yo que al no estar en su medio natural era muy difícil que sobreviviese. Pero como forma de vincular a mi hija a la sensibilidad medioambiental, le hice prometer que ambos cuidaríamos del nuevo miembro de la familia y haríamos lo posible para que saliera adelante, costase lo que costase. Lo plantamos en una maceta en nuestro jardín. Hubo momentos en que pensábamos que lo perderíamos, pero arraigó, echó raíces y fue creciendo lentamente. Hasta que llegó el momento más decisivo: Cuando le planteé a la niña que los humanos no tenemos derecho a secuestrar las especies de su medio natural para nuestra satisfacción, sea esta la que sea: Nuestro pino debía ser trasladado donde tenía que estar: con su verdadera familia. En la isla, los pinos son los dueños del paisaje a una determinada altitud, hasta el punto que los bosques de pinares que la rodean son conocidos en Tenerife como la Corona Forestal.

Mi hija se entristeció al principio, pero acabó por entender que nuestro deber para con el arbolito había sido en su momento el de acogerlo porque no tenía familia, pero que su familia existía y ahora ese deber nos obligaba a propiciar el reencuentro. Trasladamos a nuestro amigo al lugar donde se localiza el mayor bosque de pinos de Canarias, con un nombre hermosísimo, por cierto: Monte de la Esperanza. Buscamos un sitio que nos pareció el apropiado (rodeado de árboles grandes para que le protegieran de los vientos, con mucho espacio alrededor y sol para que siguiera creciendo y se endureciera. Allí lo plantamos. El proceso es muy delicado y puede ocasionar la muerte del especimen si no se hace bien. Por eso íbamos a menudo para regarlo y darle un poquito de abono y mucho cariño mientras se adaptaba...

Salió bien. Han pasado casi veinte años, y aunque aún no es un ejemplar adulto, nuestro amigo está saludable, hermoso y se le ve feliz. Lo curioso es que de aquella experiencia no sólo aprendió mi hija: yo también. Sin pensarlo di el segundo paso para cumplir con los tres requisitos que dicen se exige a una vida para que haya valido realmente la pena: Tenía a mi hija, planté un árbol... Y no tenía ni idea de que años después escribiría un libro. Pero lo más extraordinario de aquél gesto tan simple que tuvimos con nuestro pino es que hizo que surgiera una vinculación afectiva con mi medio natural, que me ha regalado un sentimiento único echo raíces... Al principio de la historia acogimos un árbol: Luego ellos me acogieron a mí.