AMOR QUE MATA

Era un hombre que descubrió un día un ansia irrefrenable por amar, y ese sentimiento acabó por socializarlo a todo lo que le rodeaba: Primero se enamoró de la montaña, las praderas, los bosques, los desiertos, la nieve, los diferentes tonalidades de los campos y el despertar de la vida en primavera. Luego descubrió los amaneceres tranquilos, los juegos entre las luces y las sombras, el estallido encendido del atardecer, la reflexión serena y la mirada limpia hacia el futuro.
En una tarde gris de invierno hizo el amor de mil maneras tras el marco inigualable del arco iris, y acompañado de la música de fondo del relámpago. Amó también la paz, el sol, la lluvia suave, el canto de los pájaros, la risa de los niños, los paseos por la playa y la belleza de las flores.
Quiso con toda su alma al mar, al aire húmedo del norte, la luna llena, el lucero del alba, los colores vivos y la solidaridad entre los hombres. Besó el tronco recio de los árboles, la fría hermosura de las piedras, los senderos aún por descubrir, las verdades errantes y las dudas clarificadoras.
De esa manera siguió amando apasionadamente, sin desanimarse por no ser a veces correspondido, con la generosidad del que se entrega sin necesitar nada a cambio... Hasta que un día pretendió enamorar a una serpiente que se atravesó en su camino. Era un reptil verdaderamente hermoso, pero su belleza era la máscara que ocultaba la frialdad de la muerte .
Nuestro protagonista se sintió el ser más feliz de la tierra cuando recibió el primer y último abrazo, que se prolongó mucho tiempo, cada vez más estrecho, cada vez más asfixiante... Y falleció lentamente, pues su ejecutora no tenía prisa alguna, sabedora de que a su presa le era imposible escapar. La serpiente celebró su ritual de muerte con la frialdad de de los seres que no ven más allá de su exclusivo provecho, y su enamorado tuvo la certeza al exhalar el postrer suspiro, de la verdad existencial sobre los amores que matan.