miércoles, 4 de junio de 2008

PEDRO GARCÍA CABRERA: POETA


Como pueden fácilmente comprobar, la poesía tiene un lugar destacado en este blog. Con la facilidad que da internet, cualquiera puede sentirse poeta y hacer que vean la luz sus escritos. Afortunadamente no hay lugar para el envanecimiento, porque el que tenga la osadía de escribir, primero ha de tener la virtud de leer. Y leyendo uno mismo, si es medianamente inteligente, se pone en su sitio.
Entre mi ramillete de poetas preferidos, ocupando un lugar destacado se encuentra el canario Pedro García Cabrera (1905-1981). Los que me conocen saben de mi profunda admiración hacia su persona y su poesía. No voy a hacer aquí un glosario de su vida y su obra, pero si sienten curiosidad, no dejen de visitar la página de su fundación. Es una lástima que no sea conocido como debiera entre el gran público fuera de Canarias, pero en el mundo de los poetas si que lo es: El gran José Hierro, por ejemplo, ha dicho de él que es uno de los mejores poetas españoles de la segunda mitad del siglo XX. Un aplauso para D. José, que de estas cosas de la lírica sabe muy bien de lo que habla.
Todo esto viene a colación porque hace pocos días llegó a mis manos un impresionante poema del que desconocía su existencia, y que me ha impactado sobremanera. Múltiples son los rasgos que definen a Pedro García Cabrera, pero hay dos constantes en su biografía que destacan sobremanera: El compromiso social y el paisaje isleño. Militante de izquierdas, era concejal por el PSOE en Santa Cruz de Tenerife cuando se produjo el golpe militar. Fue arrestado el 18 de julio de 1936 y condenado a trabajos forzados en Villa Cisneros (en el antiguo Sahara español). Junto a otros compañeros logró evadirse, llegar a Dakar, luego a Marsella y desde allí se incorporó a la España Republicana para incorporarse al frente de Andalucía. Es en ese contexto donde surge el siguiente poema, un homenaje a todos los que han padecido la ignominia de ver su hogar ultrajado por el salvajismo fascista:


Pesadilla
Esta casa la habían construido poco a poco mis padres,
casi engendrado como un hijo.
Mas que de cal, de piedra y de madera,
era de carne y hueso igual que los hermanos.
Nosotros no teníamos más que el día y la noche,
pero eran noche y día químicamente puros,
hechos para el estudio y la ternura.
Algunas tardes íbamos a verla crecer.
Mi padre era maestro y le estaba enseñando
a leer en voz alta
aires de libertad como a nosotros.
La escalera tenía la viveza
de una vena en el cuello de un caballo,
blancura de conciencia las paredes,
rectitud de conducta los cimientos.
Un día quedó lista:
le pusieron un número
y el cartero pudo traer a nuestras manos
todas las amistades de la sangre y los sueños,
poniéndonos el mundo a nuestro alcance.
Desde el zaguán nos protegía,
hiciera lluvia, frío, miedo, calor o estrellas,
y la noria de los peldaños
nos subía
a los albergues de los cuartos,
tibios como el silencio del vientre de una madre.
Era nuestra y bien nuestra,
no por estar sentada en un registro,
sino porque todos habíamos ayudado a levantarla
quitándonos el pan de nuestra boca.
En las cuatro paredes aprendí de esta casa
a viajar sin fronteras por el mar de los hombres,
a respetar los hombros de la noche estrellada
y a no volver la espalda a las tormentas.
Muchas epifanías amanecieron los reyes en sus balcones,
en los trances difíciles
la amargura calzó nuestros zapatos,
alguna que otra vez nos pusimos enfermos.
En ella no temíamos a nada.
Mi madre nos miraba desde el fondo del alma
y su sonrisa, al vernos,
tenía justamente el tamaño de un hijo.
Una noche la puerta fue golpeada,
pasos distintos a los nuestros
atropellaron sus descanso
y rostros armados de centellas
violaron el pudor de sus entrañas.
No quedó un libro sin abrir,
objeto sin registrar
ni papel en su sitio.
Todo, patas arriba,
blancas de miedo las paredes,
horrorizado el silencio en los espejos.
Esa noche la casa
se quedó a la intemperie,
como si un vendaval hubiera roto las ventanas
y levantado el techo.
Tanto perdió de intimidad y refugio
que, desde aquél instante, los manteles,
en lugar de la mesa,
era como si se tendiesen en la acera.
Y nunca más su corazón de fruta
volvió a ser el de antes.
Se había profanado su soledad nativa,
su interior apacible,
los anillos paternos que nos justificaban,
el arca de la alianza del hogar.
Cuando al día siguiente mi madre hizo la casa,
sus brazos no podían barrer tanta tristeza.

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