lunes, 12 de mayo de 2008

EL RELOJ DE PULSERA


Era el tercer relojero que visitaba, y su diagnóstico no difería de los anteriores: Su reloj de pulsera se encontraba en perfectas condiciones y funcionaba normalmente. El hombre, muy amable, ni siquiera le quiso cobrar porque argumentaba que no había tenido que realizar trabajo alguno. No quería perder el tiempo discutiendo, así que mientras se lo ajustaba en la muñeca dejó un billete de diez euros sobre el mostrador para compensarle al menos por las molestias, y salió de allí lo más rápidamente que pudo, procurando que no se le notase el nerviosismo que nuevamente se iba apoderando de ella...
No entendía nada. Era absolutamente incomprensible: Desde hacía una semana, aquél maldito cacharro se empeñaba en pararse cada tarde en las 17,35. Un día sí, y otro también. La primera vez se sorprendió, porque al fin y al cabo era un regalo reciente, y en teoría no había pasado suficiente tiempo como para que la pila se gastase, pero no le dio importancia. La cambió y las agujas volvieron a funcionar normalmente..., hasta las 17,35 del día siguiente en que volvió a repetirse la historia.
A la tercera ocasión decidió acudir a un primer relojero, que lo tuvo dos días en su poder y le cobró una pasta por haber solucionado la supuesta avería. Pero puntual a la convocatoria, y para su desesperación, el bicho volvió a pararse al día siguiente.
Tampoco el segundo relojero pudo desentrañar el misterio. Y lo que acababa de vivir era la gota que colmaba el vaso. Sintió ganas de tirar el trasto a la basura y olvidarse del tema, pero en el último instante se dio cuenta de que faltaban diez minutos para que llegase la hora señalada. Total, no perdía nada por esperar una vez más a ver si ocurría lo de siempre, pero si volvía a pararse, lo arrojaría lo más lejos posible sin dudarlo ni un instante.
Sumida en tales cavilaciones, llegó al lugar donde había aparcado la moto. Se subió en ella, arrancó, y se metió de lleno en el intenso tráfico que se apoderaba del centro de la ciudad a aquellas horas de la tarde. Con su pequeño vehículo podía saltarse sin problemas las largas colas, y a eso se dedicó en los instantes siguientes, mientras con el rabillo del ojo contemplaba nerviosa como las agujas del reloj se acercaban al que, con toda seguridad sería el momento cumbre de la jornada...
Se saltó el ceda el paso cuando las manecillas del reloj marcaban las 17,33. Aún tuvo tiempo para tener conciencia de que probablemente iba a morir: El camión la lanzó por el aire un par de metros, tras un golpe brutal. Mientras rodaba por el suelo llegó a percibir el olor a goma quemada del frenazo, y en un postrero esfuerzo intentando superar el dolor que la paralizaba, dirigió su miraba a lo que quedaba del maltrecho reloj. Contempló perpleja que se había parado de nuevo a las 17,35, cumpliendo su cita con el destino. Estaba claro que esta vez sería para siempre.

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