lunes, 4 de junio de 2007

SERÍA UN HASTA LUEGO

Llegaba el momento de la despedida. Quiso viajar a aquél lugar que durante tantos años había sido un referente ideológico. Un sitio que muchos habían acabado por abandonar, vencidos en la lucha diaria por la supervivencia. Se iba con la sensación de que tampoco aquí las cosas eran negras o blancas, nada era inquebrantablemente bueno o malo. Era evidente la urgencia de un cambio, pero eso no les arrebataba la sonrisa y la felicidad de existir a sus gentes. Era la demostración más palpable de que la felicidad no se encuentra en el flamante coche recién comprado, ni en la ropa de marca, ni en poder cumplir cualquier capricho para luego no tener nada que verdaderamente valiera la pena...
Había convivido con ellos durante un par de semanas: en sus casas cayéndose a trozos, en su escasez, en un ritmo vital asombroso, en el pegajoso calor, en un presente paralizado, en sus sonrisas, en su irrefrenable sed de vivir, que los había convertido en antídoto para la tristeza. Comprobó que la mayoría no protestaba, sumergidos en un falso paraíso que unos adoran y otros aborrecen, afanándose por sobrevivir entre la espada y la pared que conforman la ideología y un bloqueo salvaje que les impide cumplir sus sueños...
Intentó comprenderlos, entender su mundo, tan lejano a lo que él consideraba como lo normal. Aquél era un lugar en el que el papel higiénico, por ejemplo, era un artículo de lujo. En el que cínicos turistas se afanan por intercambiar cuerpos por un trozo de jabón o una comida decente. Un sitio que aspiró a ser la concreción de grandes aspiraciones..., fracasando en el intento. Así que ellos también siguen soñando, pero mientras lo hacen te sorprenden por su capacidad de amar, su pasión y ganas de vivir, su risa y generosidad sin límites.
Se iba con un montón de imágenes que procesar. Personajes pegados a una foto o que se le quedaron grabados en la memoria:
Tenía niños con uniformes sonrientes. Casas donde las grietas dejan pasar la luz del sol. Ancianas desdentadas con pañuelo blanco a la cabeza. Hombres que llenan su tiempo con poemas escritos en papel gris. Un médico de ambulancias que era también zapatero remendón en sus días libres y un don Juan impenitente en las noches robadas al sueño. Estaba el entrenador de un equipo de atletismo femenino, cortejador anticuado que regala ramos de azucenas. El percusionista de un famoso grupo de salsa, que descubre la pena en los ojos ajenos mientras se ofrece, generoso, para desterrarla. La familia feliz que escucha y baila un concierto improvisado en la calle. El anciano al que anegan las cataratas y no puede leer los periódicos que vende en un kiosco gris que mira al mar y al amanecer. La pareja de amigos que conversa animadamente sobre el estado de salud de Fidel. Las mujeres que buscan un hombre de fuera que las salve durante unos días, y quien sabe si para siempre. Y estaban los que van a mirar el mar acompañados de una guitarra para a cantarle a cualquier muchacha que pase por allí. Los que esperan la guagua pacientemente mientras leen las últimas noticias del “Granma”, intentando descifrar algún mensaje escondido.
Siempre esperando algo que no pueden concretar, pero que se transpira en cada cola, en cada casa, en cada puesta de sol, en cada mirada...
Se despedía de todos ellos, pero sabía que sería sólo un hasta luego. No regresaría por la hermosura de las playas. No por los monumentos, ni su gastado patrimonio, aunque también: Lo haría porque se sentía atrapado en la fascinación hacia la sabiduría de un pueblo del que había aprendido en tan escaso tiempo el verdadero valor de las cosas. Brindó por última vez con sus nuevos amigos, que ya parecían serlo de siempre, después de una noche de canciones y abrazos al abrigo del Malecón.
Y partió lleno de melancolía, pero con la firme intención de volver...

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