jueves, 17 de abril de 2025

REFLEXIÓN: UN SEÑOR MAYOR


En mis largos paseos mañaneros, siempre hay pequeños huecos para la socialización, porque suelo encontrarme cada día con la misma gente. Con algunos, el encuentro se limita al saludo de rigor, donde vivo se conserva la sana costumbre de dar los buenos días cuando te cruzas con alguien por la calle, sea conocido o no. Pero hay otro grupo, que a fuerza de verlos todas las mañanas, se ido forjando un lazo más estrecho y terminas por establecer conversaciones mínimas pero reconfortantes sobre las novedades de la jornada. En mi caso, en este segundo grupo, hay un apartado especial que se refiere a los que han sacado sus animales a pasear. Influye, claro, mi irresistible tendencia a acariciar a todos los bichos vivientes de cuatro patas con los que me encuentro en la calle, y he comprobado que no hay nada que le guste más al propietario de una mascota, que alguien se muestre amable y cariñoso con su animal. En consecuencia, es inevitable que te miren con buenos ojos y sean a su vez amables contigo.

Así que se multiplican esas pequeñas paradas, porque tanto los animales como sus dueños ya lo esperan al verme, y a mi me encanta hacerlo. Hay un caso un tanto especial, que se refiere a un señor mayor muy agradable que saca a dos perros pequeños con los que me cruzo todos los días. Sí, un señor mayor, así lo había yo catalogado en mi mente hasta hace dos días en que se alargó algo más la conversación, que me dejó pasmado conmigo mismo. No sé muy bien por qué, de repente nos vimos hablando sobre experiencias que nos eran habituales cuando niños y que ya han desaparecido. El señor mayor se mostró un tanto sorprendido porque tuviésemos recuerdos parecidos, ya que resultó evidente que se había hecho a la idea de que yo era más joven... Y fue entonces cuando me comentó su extrañeza al respecto, porque eran cuestiones propias de su generación, no de la mía.

-Al fin y al cabo, yo ya tengo 66 años- me dijo. Y en mi cerebro se produjo un terremoto de magnitud insospechada. Me quedé de piedra y no creo que se me olvide ese momento en lo que me quede de vida: Allí había un señor mayor, pero no era quien yo pensaba, porque aquél hombre tenía y tiene dos años menos que yo.

Luego, después de despedirnos, se me vinieron encima un montón de imágenes, de recuerdos, de experiencias recientes, ya propias de mi edad. Y de cada una de las arrugas y manchas que ahora adornan mi cuerpo sin que hubiese reparado demasiado en ellas. Quizás porque sigo haciendo las mismas cosas, vistiendo las mismas ropas y teniendo las mismas costumbres, gustos, rutinas y preocupaciones que hace veinte años. Salvo que ahora, evidentemente, estoy jubilado. Pero soy un señor mayor y supongo que así me debe ver ya todo el mundo: la vejez está tocando en mi puerta y conviene hacer caso a esa llamada porque hay cuestiones que uno a esta edad debe plantearse de cara a un futuro en que los plazos se acortan.

Es curioso, porque no ha habido ninguna frontera que atravesar, ni evolución que experimentar para llegar hasta aquí. Quizás porque me sigo sintiendo tan joven como siempre, o puede que siempre haya sido igual de viejo que ahora. Pero lo que está claro es que el señor mayor soy yo. Lo que ya no sé es si le puedo sumar el calificativo de agradable. Eso lo tendrían que decir los demás. 

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