No hay cicatriz
que no encierre
en si misma belleza,
lo dice el kintsugi japonés.
Las cicatrices humanas
fluctúan en colores
del color carne -obviamente-
al rosa palo
y así sin tregua
escinden sus contornos
como una marea.
Hay que lanzarles
dos veces al día
un aluvión de microgotas
y observarlas mutar
con ojos sanadores
cargados de poesía.
Su forma de boca
y ese hilo
que cierra su sonrisa
debe reconfortarnos.
Hay que aprender
a dibujar
un bosque en sus límites
con nuestras
propias manos.
Así, se convierten
en lago oscuro
cordillera en miniatura
o cualquier otra cosa
que nuestra sensibilidad
aflore a raíz de piel.
Y habrá noches
en que nos llamarán
desde sus labios de sutura
para recordarnos
lo que somos:
seres cosidos al tronco
de la vida.
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