Queridísima hija:
Nos ha costado mucho, no te
imaginas cuánto... Pero hoy tu madre y yo lo comentamos al levantarnos de la
cama y aún rotos por el dolor, decidimos acercarnos al banco para cancelar tu
cuenta. En la oficina nos han atendido con frialdad profesional, como otro
trámite más de los que lo empleados tienen que realizar a lo largo de la
mañana. Ellos que saben, no pueden saberlo. Es otro ejemplo más de que la vida
sigue adelante, ajena a las pequeñas grandes tragedias individuales de las que
prácticamente nadie tiene conocimiento. Al fin y al cabo, no se tramitan
hipotecas sobre los recuerdos, ni se pagan comisiones por la pérdida de una
hija.
Tenías exactamente un saldo de
312 euros con 27 céntimos. Lo que hemos hecho al final es traspasar esa
cantidad a la cuenta de la ONG con la que pretendías colaborar desde hace
tiempo. Afortunadamente el trámite ha sido rápido, aunque tu madre no pudo
soportarlo hasta el final. He tenido que ser yo el que me tragué las lágrimas
allí dentro hasta reunirme con ella en la plaza más cercana. Por cierto, que últimamente
no hablamos mucho, supongo que todo nos lo decimos con la mirada... En cuanto
reúna fuerzas, tengo que ocuparme también de eso, hay que aprender a compartir
una pena para la que nadie está preparado.
Pensando en el dinero, no he
podido evitar recordar de todas esas cosas que deseabas tener y la amargura me
atenaza al pensar en los proyectos de los que hablamos en más de una ocasión y
que ya jamás se llegarán a realizar. Ha sido una insignificante operación
ciudadana, convertida ahora en algo más. La cancelación de la cuenta es la
última certificación de una ausencia definitiva, la realidad de un profundísimo
dolor, de un proyecto inacabado que a tus padres les deja con una sensacional
derrota, que ninguno de los dos sabemos cómo vamos a superar.
Hemos decidido guardar tu
tarjeta de crédito junto a otros objetos personales, unos absurdos y otros
íntimos, supongo que para palpar fehacientemente pruebas de tu paso por el
mundo. Una tontería, porque lo sabe nuestra memoria, como depósito de unos
recuerdos que prevalecerán vivos eternamente. Quiero pensar, hija, que ahora
eres libre. Pero si así fuera, la conquista de esa libertad sería la victoria
más amarga lograda nunca. Te queremos. Muchísimo. Eres nuestra flor, nuestra
mayor alegría y deseamos con toda el alma que no te marchites nunca para
nosotros.
Espero no tener que escribirte
una carta como esta nunca y tener la oportunidad de seguir comprobando que nuestro
tesoro prosigue su transformación hasta llegar a ser esa mujer de la que
siempre vamos a estar orgullosos. Ahora voy a despertarte, hija. Sé lo remolona
que te pones al despertarte y hay que darse prisa porque tienes que ir a clase.
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