Viajaba a diario frente a él,
pero nunca se habían dirigido la palabra. Ni siquiera un saludo por su parte,
ni apenas una mirada. Ella sí lo había mirado (siempre de reojo, era del todo
inverosímil, dada su condición, que alguien lo notara). Probablemente habrían
seguido así día tras día, ella sufriendo en silencio las consecuencias de aquél
sentimiento devastador que la estaba corroyendo por dentro... y él sin
enterarse de la misa la mitad. Pero aquella mañana se dieron varias
circunstancias que la hicieron diferente, como que la guagua de la línea 950
estaba llena y le tocó ir de pié, como que un perro se cruzó delante del
vehículo y obligó al conductor a frenar de golpe, como que ella fuera lanzada
hacia delante y tuviera que agarrarse de su brazo para no caer.
Ese contacto, el olor que
desprendía aquél hombre y su sonrisa posterior la despertaron definitivamente
del letargo en que había conseguido esconder sus emociones más primarias y que
amenazaba con desbordarse desde hacía meses. Se fijó en sus facciones, en sus
manos y sintió escalofríos al pensar en cómo serían sus caricias. Fantaseó con
su cuerpo sudando junto al suyo, con un roce de pieles que la llevarían al
éxtasis...
Cuando la ropa interior comenzaba
a empaparse, se dio cuenta que al vehículo le faltaba poco para llegar a la
parada donde tenía que apearse y la lascivia también frenó de golpe. Volvió a
mirarle con deseo, pero él sólo fue capaz de pronunciar un simple: -Que pase un
buen día, hermana-
Bajó dela guagua herida
profundamente en su orgullo. Tanto que mientras caminaba hacia su definitivo
destino, se obligó a reflexionar sobre lo que le estaba pasando. Concluyó que para
encontrar una posible solución sólo le quedaba un último recurso y para ello le
sobraban los hábitos. Sonrió. La próxima vez que tomase aquél autobús sería
para salir de caza. Le iba a obligar a darse cuenta que ella, de hermana, ya no
tenía nada de nada.
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