miércoles, 5 de agosto de 2015

ELLAS







Ellas sonreían sólo a veces
porque habitaban el abismo,
como poetas o predestinadas
habitaban un enjambre
de sábanas injustas
y que repetían un temblor
de bocas gastadas por el miedo.

Ellas se decían como se dicen
ciertos llantos ahogados,
con un rumor de esperanza rota.
Adelgazando la voz hasta convertirla
en un susurro de mariposas
anestesiadas en un rincón
de lo que pensaban sería el amor.

Ellas pedían poco.
El pan, cada día. El sol, a veces.
Una caricia, un hombre
que supiera amarlas,
una ternura para pasar la vida.
Nacieron para mujer
y fueron transformadas en corderos,
perfecto sacrificio a los dioses del barro,
coronadas de espinas y de sangre.

Cada vez que hablamos de una de ellas
vuelven todas las que fueron
y las que por desgracia vendrán:
Mujeres interrumpidas
vestidas por la muerte 
con  un nudo de peces rojos
deshecho entre sus lágrimas, 
con un hilo de pavor
zurciéndoles la garganta. 

Una y otra vez tenemos
que hablar de ellas,
mujeres ejecutadas por sus hombres,
sentenciadas a un perpetuo
monólogo de cenizas y tierra. 








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