Se sientan en los bancos
de madera despintada
del parque
y dejan que el sol
de octubre les acoja lentamente:
el punzón vivo del aire,
la cabeza en ningún sitio,
los rostros como agua clara
donde no se toca fondo.
Se han ido otra noche
y las horas de insomnio,
se quedan para siempre
esos erizos de frío
que hibernaron una vez
en la sangre
y ya no los abandonan.
Ya nadie les pide
una opinión o un consejo,
cada minuto que
pasa
están más cerca
del final,
pesa el tacto de los años
y su dibujo se borra
poco a poco de la mente.
Se van un rato al bar
a jugar la partida del día,
pasean y con
suerte
podrán percibir
la alegría
al abrazar a los
nietos.
Gastan alguna
broma,
ven pasar a una
joven
ceñida en un
cortísimo vaquero
que no les impide
intuir
dos trozos de
nalga,
sonríen
desdentados
a esa hermosa
frescura
y esperan así,
rato tras rato,
la llegada de la
muerte.
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