Vuelvo a casa desde el
trabajo. Estoy dentro del coche, parado ante un semáforo en rojo. Afuera hace
calor aunque estemos en pleno otoño y pronto la Navidad empiece a apoderarse de
escaparates y vallas publicitarias. Un par de hombres jóvenes trabajan en una
zanja, en la acera, muy cerca del poste del semáforo. A su lado un hombre más
mayor (probablemente el capataz) gesticula dando órdenes. Están acabando la
tarea, uno de los jóvenes, que visten mono azul, chaleco amarillo y calzan
botas de seguridad, recoge diversas cubetas y utensilios que seguramente habrán
empleado en su trabajo. El otro trae un escobón con el que empieza a limpiar la
tierra acumulada sobre la acera en los bordes de la zanja. El hombre mayor,
bajo, de pelo cano y prominente barriga continúa dando instrucciones, ahora con
las manos en los bolsillos. No oigo nada de lo que dicen, en la radio del coche
suena la música que choca con los cristales cerrados para mantener el frescor
del aire acondicionado.
En la esquina contigua al paso
del semáforo aparece un anciano. Puede que no sea exageradamente alto, pero su
extrema delgadez le muestra largo contra el cielo transparente de comienzos de
la tarde. Va pobremente vestido y se ayuda de un bastón para caminar, dobla la
esquina y sonríe enseñando una dentadura blanca y postiza, al mismo tiempo que se
abren un sinfín de profundos surcos en la piel apergaminada de su rostro. Los
otros hombres siguen atentos a su trabajo. El recién llegado se acerca por
detrás al que controla la marcha de la obra, le toca la espalda y antes de que
el otro se vuelva le dice algo en tono que parece amistoso. Sigo sin oír nada,
me limito a interpretar toda la escena por los gestos. El encargado se da la
vuelta lentamente y encara al hombre alto y viejo. No sé qué expresan sus ojos,
está de espaldas a mí. En la radio un locutor comienza ahora a desgranar las
noticias del día... El recién llegado arquea su cintura escapular y tiende
abiertas su mano derecha y una amplísima sonrisa.
La escena se congela unos
instantes. No pasa nada. El anciano mira al otro, mira su mano y sigue sin
pasar nada. Por fin el capataz le dice algo encogiéndose de hombros y se vuelve
hacia el otro lado, hacia la zanja, hacia el asfalto, hacia mi posición. Sus
manos continúan en los bolsillos del pantalón. El anciano no comprende, sigue
con la mano extendida, mira al otro, le toca con la punta de los dedos en
alguna parte del brazo señalándole la mano oculta, trata de que la extienda.
Nada. El encargado ya se ha dado la vuelta por completo. Sólo entonces saca su
mano derecha del bolsillo y la alarga hacia atrás en dirección a su
interlocutor, pero sin mirarlo, con un gesto despectivo, golpeando el aire con
el envés.
Una expresión de desagrado
primero y después de aflicción se va apoderando del anciano que termina mirando
al vacío con ojos entristecidos. Dice algo más, es una mezcla de petición de
explicaciones y última súplica. Una ojeada al entorno con el rabillo de los
ojos delata que empieza a temer ser presa del ridículo. Se consuela al pensar
que nadie ha observado la escena. Vuelve a hablar y sus palabras son
evidentemente agrias. El hombre que controla la obra se vuelve hacia él se
encoge nuevamente de hombros, dice algo que refuerza con un gesto de total
escepticismo y tiende la mano en un gesto forzado, inamistoso y frío. El anciano
vacila, duda durante una fracción infinitamente pequeña de tiempo sobre qué
hacer y al final un rictus de debilidad le atraviesa el rostro y acepta contrariado
y vencido la mano que se le ofrece a destiempo.
El indicador de peatones del
semáforo se ha puesto en verde. El viejo empieza a andar sin dejar de mirar al
otro, aún parece quejarse y pedir aclaraciones y comienza a cruzar la calzada.
Mira a los lados repasando de nuevo la posibilidad de haber sido espiado. Un
tic nervioso le crea un temblor que nace en las cervicales y se extiende hacia
arriba tomando todo el cráneo. Trata de mantener la mirada alta, pero una mueca
del rostro descubre mucha pena. Sus ojos quieren parecer duros y airados, pero
son acuosos y están heridos. Justo al pasar ante la parte delantera de mi coche,
se gira y durante un momento nos miramos. Hay casi una lágrima en su mirada.
Una rodilla le tiembla ligeramente, tiene un leve cojeo que antes no había
notado. Esconde las huesudas manos y alcanza la otra acera, la otra orilla de
la calle. Seguramente no tiene tan claro dónde ha de esconder su dignidad herida
y hecha añicos.
Aún se vuelve y mira, a través
de la gente que termina de cruzar apresurada, al otro hombre que sólo se ocupa
de su zanja. La luz del semáforo se ha puesto verde para mí. Pongo el coche en
marcha, miro por última vez a un lado y al otro. Los dos hombres se dan
definitivamente la espalda, una luce erguida y orgullosa... La otra parece
definitivamente derrotada. En la radio han terminado las noticias y me alejo
sin poder desentrañar las raíces de esta historia.
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