martes, 28 de octubre de 2014

TESTIGO DE UN ENCUENTRO




Vuelvo a casa desde el trabajo. Estoy dentro del coche, parado ante un semáforo en rojo. Afuera hace calor aunque estemos en pleno otoño y pronto la Navidad empiece a apoderarse de escaparates y vallas publicitarias. Un par de hombres jóvenes trabajan en una zanja, en la acera, muy cerca del poste del semáforo. A su lado un hombre más mayor (probablemente el capataz) gesticula dando órdenes. Están acabando la tarea, uno de los jóvenes, que visten mono azul, chaleco amarillo y calzan botas de seguridad, recoge diversas cubetas y utensilios que seguramente habrán empleado en su trabajo. El otro trae un escobón con el que empieza a limpiar la tierra acumulada sobre la acera en los bordes de la zanja. El hombre mayor, bajo, de pelo cano y prominente barriga continúa dando instrucciones, ahora con las manos en los bolsillos. No oigo nada de lo que dicen, en la radio del coche suena la música que choca con los cristales cerrados para mantener el frescor del aire acondicionado.

En la esquina contigua al paso del semáforo aparece un anciano. Puede que no sea exageradamente alto, pero su extrema delgadez le muestra largo contra el cielo transparente de comienzos de la tarde. Va pobremente vestido y se ayuda de un bastón para caminar, dobla la esquina y sonríe enseñando una dentadura blanca y postiza, al mismo tiempo que se abren un sinfín de profundos surcos en la piel apergaminada de su rostro. Los otros hombres siguen atentos a su trabajo. El recién llegado se acerca por detrás al que controla la marcha de la obra, le toca la espalda y antes de que el otro se vuelva le dice algo en tono que parece amistoso. Sigo sin oír nada, me limito a interpretar toda la escena por los gestos. El encargado se da la vuelta lentamente y encara al hombre alto y viejo. No sé qué expresan sus ojos, está de espaldas a mí. En la radio un locutor comienza ahora a desgranar las noticias del día... El recién llegado arquea su cintura escapular y tiende abiertas su mano derecha y una amplísima sonrisa.

La escena se congela unos instantes. No pasa nada. El anciano mira al otro, mira su mano y sigue sin pasar nada. Por fin el capataz le dice algo encogiéndose de hombros y se vuelve hacia el otro lado, hacia la zanja, hacia el asfalto, hacia mi posición. Sus manos continúan en los bolsillos del pantalón. El anciano no comprende, sigue con la mano extendida, mira al otro, le toca con la punta de los dedos en alguna parte del brazo señalándole la mano oculta, trata de que la extienda. Nada. El encargado ya se ha dado la vuelta por completo. Sólo entonces saca su mano derecha del bolsillo y la alarga hacia atrás en dirección a su interlocutor, pero sin mirarlo, con un gesto despectivo, golpeando el aire con el envés.

Una expresión de desagrado primero y después de aflicción se va apoderando del anciano que termina mirando al vacío con ojos entristecidos. Dice algo más, es una mezcla de petición de explicaciones y última súplica. Una ojeada al entorno con el rabillo de los ojos delata que empieza a temer ser presa del ridículo. Se consuela al pensar que nadie ha observado la escena. Vuelve a hablar y sus palabras son evidentemente agrias. El hombre que controla la obra se vuelve hacia él se encoge nuevamente de hombros, dice algo que refuerza con un gesto de total escepticismo y tiende la mano en un gesto forzado, inamistoso y frío. El anciano vacila, duda durante una fracción infinitamente pequeña de tiempo sobre qué hacer y al final un rictus de debilidad le atraviesa el rostro y acepta contrariado y vencido la mano que se le ofrece a destiempo.

El indicador de peatones del semáforo se ha puesto en verde. El viejo empieza a andar sin dejar de mirar al otro, aún parece quejarse y pedir aclaraciones y comienza a cruzar la calzada. Mira a los lados repasando de nuevo la posibilidad de haber sido espiado. Un tic nervioso le crea un temblor que nace en las cervicales y se extiende hacia arriba tomando todo el cráneo. Trata de mantener la mirada alta, pero una mueca del rostro descubre mucha pena. Sus ojos quieren parecer duros y airados, pero son acuosos y están heridos. Justo al pasar ante la parte delantera de mi coche, se gira y durante un momento nos miramos. Hay casi una lágrima en su mirada. Una rodilla le tiembla ligeramente, tiene un leve cojeo que antes no había notado. Esconde las huesudas manos y alcanza la otra acera, la otra orilla de la calle. Seguramente no tiene tan claro dónde ha de esconder su dignidad herida y hecha añicos.

Aún se vuelve y mira, a través de la gente que termina de cruzar apresurada, al otro hombre que sólo se ocupa de su zanja. La luz del semáforo se ha puesto verde para mí. Pongo el coche en marcha, miro por última vez a un lado y al otro. Los dos hombres se dan definitivamente la espalda, una luce erguida y orgullosa... La otra parece definitivamente derrotada. En la radio han terminado las noticias y me alejo sin poder desentrañar las raíces de esta historia.




No hay comentarios: