De vez en cuando evocamos los
lejanos mundos de nuestra vida, intentando reencontrarnos con un recuerdo
extraviado. Es la paradoja de rememorar el olvido: La de recuperar o rescatar,
aunque sea un mínimo detalle de lo que un día ocurrió o dejó de ocurrir y
consideramos entonces significativo en nuestra vida. Cuantos momentos de esa
clase, pasados por el tamiz del tiempo se nos antojan luego intrascendentes...
Cuando se logra vislumbrar ese
detalle, comienza la aventura de resucitar paso a paso una realidad, que no por
añeja deja de ser verosímil. Es como restaurar esa historia que a sólo a nosotros
nos atañe. Comenzamos la pesquisa al interior del olvido, oteando desde las
atalayas desperdigadas por la geografía de la memoria, posando la mirada del
recuerdo sobre la oscuridad pretérita de las entrañas del pasado. Mientras nos
empeñamos en la búsqueda de un destello que nos indique el lugar exacto de un
callado ruido, un marchito aroma, o un leve dolor gastado.
De pronto, un día o una noche,
a cualquier hora se ilumina el horizonte y a lo lejos un recuerdo rompe el
cascarón del tiempo y cruzando la inmensa frontera del olvido, emerge como un
retoño aquél momento que un día creímos que no íbamos a olvidar nunca... Y
cuando tenemos la oportunidad de confrontarlo con alguien más que lo vivió de
protagonista, resulta que el puzle no tiene solución porque sus piezas y las
nuestras no coinciden. Entonces comprendemos que la memoria se construye a
partir de una realidad que el tiempo va luego retocando con fragmentos de
ficción en los que siempre somos mejor de lo que fuimos.
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