martes, 16 de septiembre de 2014

HIJA MÍA...






Todo transcurría normalmente
en esa rutina creada por los tres
para acercarte suavemente
a los brazos reparadores del sueño.
Durante el día, como siempre haces,
nos habías dado emocionantes
lecciones sobre el valor de una sonrisa
y estabas ya prácticamente dormida
enlazada a los pechos de tu madre.
Y de repente, sin ninguna razón
obvia para nuestro universo adulto,
comenzaste a llorar desconsoladamente,
como si de alguna manera inverosímil
tu alma de bebé hubiese reconocido
todo el sufrimiento que este mundo
habitado por tantos seres inhumanos
es capaz de infringir a sus niños.
El terrible torbellino de sollozos
duró solamente unos pocos minutos,
pero le sirvió a tus padres para descubrir
la angustia que llevan en su esencia
una lágrima y un grito desconsolado
y la desolación que puede infundir
el sufrimiento que jamás ha de tener
una razón infame con una personita
que sólo pide protección y ternura.
Y así, poco a poco, improvisando
recetas para aliviar tu desventura
te fue llegando de nuevo la paz del sueño
entre hipadas cada vez más aisladas.
Es ahora, en esta mañana de verano
en la que vuelves a ser la expresión
de hermosa felicidad que has sido
desde que llegaste hasta nosotros
y después de una serena reflexión
sobre la dinámica de lo sucedido
cuando quiero darte las gracias,
porque anoche me puse al tanto
por la vía de la rapidez intuitiva
de  la auténtica y genuina cualidad
por la que un hombre considera
que se ha ganado el genuino derecho
a considerarse a sí mismo un padre:
La de explorar hasta más allá del límite
su instinto de protección y entrega
al más extraordinario fundamento
para sentir orgullo por lo que hace.






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