Esta es una historia de
fantasmas real como la vida misma, pero no referidas a un ser determinado, sino
a todo un pueblo. Y es que también existen las localidades a las que podemos
designar con tal calificativo, están diseminadas por el mundo y de muchas de
ellas ya prácticamente nadie se acuerda. A la que nos referimos se denomina
Villa Epecuén, que durante décadas fue un pequeño pueblo construido en la
orilla de un lago salino de la provincia de Buenos Aires al que acudían miles
de personas cada año para disfrutar de las condiciones excepcionales de la
laguna y sus beneficios para la salud. Eran más de 25.000 visitantes al año en
los meses del verano austral, un lugar de esparcimiento donde todo iba bien,
hasta que todo cambió por culpa de las condiciones naturales que lo rodeaban. Porque
un día el pueblo empezó a inundarse y acabó hundido bajo las aguas del lago a
la orilla del que fue construido. Allí permaneció sumergido un cuarto de
siglo hasta que volvió a ver la luz del sol para convertirse en ese lugar que
emergió de las aguas.
Los orígenes de Villa
Epecuén se remontan a la década de los años veinte. Situada a unos 600
kilómetros al sudoeste de Buenos Aires, las propiedades salutíferas del lago
que le dio nombre se hicieron populares entre las clases acomodadas
porteñas y bonaerenses y se construyeron a su orilla decenas de hotelitos y
balnearios que llegaron a sumar hasta siete mil plazas hoteleras, en un pueblo
que nunca superó los mil quinientos habitantes permanentes. El Lago Epecuén era
famoso por su salinidad, hasta diez veces superior a la del mar, y tres líneas
de ferrocarril dieron servicio durante décadas a la pequeña población, lo que
permitía la llegada de gentes de todo el país.
La ubicación de la pequeña
villa vacacional fue la que acabó provocando su desgraciado final. Epecuén es
la última de una cadena de lagunas encadenadas, que recibe las
aportaciones hídricas de todas las demás, sumada a la de un par de arroyos, lo
que hace que el nivel de sus aguas oscile mucho y pueda aumentar
peligrosamente. Para regular el volumen se construyeron una serie de canales y
comunicaciones que permitían almacenar el agua de los periodos ricos en lluvias
durante los periodos secos y transferirla de una parte a otra del sistema para
evitar inundaciones. Pero a partir de 1976 dejaron de realizarse obras de mantenimiento
y mejora, lo que supuso el crecimiento de la laguna Epecuén alrededor de medio
metro cada año. Una serie de diques para situaciones de emergencia fueron
construidos para evitarlo, pero cuando en 1985 se sucedieron una serie de
lluvias torrenciales producidas por un cambio en la dirección de los vientos,
todo fue insuficiente para salvar el pueblo.
La rotura y el desborde del
dique de tres metros y medio de alto que protegía la ciudad, fue el principio del
fin. El agua de la laguna empezó a invadir el pueblo a razón de un centímetro
por hora. A la semana ya había metro y medio de agua en las calles y sus
habitantes hubo de evacuarlos a la población más cercana, Carhué, situada a doce
kilómetros de allí, desde donde vieron como poco a poco la laguna se tragaba
sus casas y sus sueños. En apenas dos semanas el pueblo estaba casi
completamente inhabitable. Dos metros de agua habían convertido sus calles en
canales y dejaban cada vez menos a la vista. El nivel siguió aumentando
lentamente hasta que en 1987 todo el pueblo estaba sumergido bajo cinco metros
de agua y apenas sobresalían de la laguna la torre de la iglesia y algún que
otro tejado. Hacia 1993 ya eran diez los metros de agua salina los que cubrían
todo...
Pero con los años llegó una
época más seca y las aguas comenzaron lentamente a descender. La retirada lenta
pero incesante de la laguna descubrió poco a poco las ruinas de la ciudad,
comidas por el salitre tras un cuarto de siglo sumergidas. Visto desde el aire,
lo que queda de la villa recuerda a las imágenes de las ciudades arrasadas de
la segunda guerra mundial. Las sobrecogedoras ruinas se convirtieron de nuevo
en destino turístico, pero en esta ocasión de exploradores urbanos y amantes de
las ciudades fantasma.
Hoy la localidad sólo tiene un
habitante: Pablo Novak. Cuando el pueblo desapareció tragado por la laguna todo
el mundo se marchó excepto él. Según afirma, creció allí, estudió allí,
vivió allí toda su vida y no tenía ganas de moverse. Allí permanece, ya
rebasados largamente los ochenta años, como único habitante de la otrora
pujante localidad turística. Acompañado únicamente por sus gallinas y sus
perros, recibe las visitas de sus amigos y de sus diez hijos, ve la televisión
y de vez en cuando contesta llamadas con el móvil diciendo “Intendencia
Epecuén, dígame”... Humor negro a raudales para el final de una historia que cada lector habrá de valorar si es triste o no.
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