martes, 12 de agosto de 2014

EPECUÉN, EL PUEBLO QUE EMERGIÓ DE LAS AGUAS




Esta es una historia de fantasmas real como la vida misma, pero no referidas a un ser determinado, sino a todo un pueblo. Y es que también existen las localidades a las que podemos designar con tal calificativo, están diseminadas por el mundo y de muchas de ellas ya prácticamente nadie se acuerda. A la que nos referimos se denomina Villa Epecuén, que durante décadas fue un pequeño pueblo construido en la orilla de un lago salino de la provincia de Buenos Aires al que acudían miles de personas cada año para disfrutar de las condiciones excepcionales de la laguna y sus beneficios para la salud. Eran más de 25.000 visitantes al año en los meses del verano austral, un lugar de esparcimiento donde todo iba bien, hasta que todo cambió por culpa de las condiciones naturales que lo rodeaban. Porque un día el pueblo empezó a inundarse y acabó hundido bajo las aguas del lago a la orilla del que fue construido. Allí permaneció  sumergido un cuarto de siglo hasta que volvió a ver la luz del sol para convertirse en ese lugar que emergió de las aguas.
Los orígenes de Villa Epecuén se remontan a la década de los años veinte. Situada a unos 600 kilómetros al sudoeste de Buenos Aires, las propiedades salutíferas del lago que le dio nombre se hicieron populares entre las clases acomodadas porteñas y bonaerenses y se construyeron a su orilla decenas de hotelitos y balnearios que llegaron a sumar hasta siete mil plazas hoteleras, en un pueblo que nunca superó los mil quinientos habitantes permanentes. El Lago Epecuén era famoso por su salinidad, hasta diez veces superior a la del mar, y tres líneas de ferrocarril dieron servicio durante décadas a la pequeña población, lo que permitía la llegada de gentes de todo el país.
La ubicación de la pequeña villa vacacional fue la que acabó provocando su desgraciado final. Epecuén es la última de una cadena de lagunas encadenadas, que recibe las aportaciones hídricas de todas las demás, sumada a la de un par de arroyos, lo que hace que el nivel de sus aguas oscile mucho y pueda aumentar peligrosamente. Para regular el volumen se construyeron una serie de canales y comunicaciones que permitían almacenar el agua de los periodos ricos en lluvias durante los periodos secos y transferirla de una parte a otra del sistema para evitar inundaciones. Pero a partir de 1976 dejaron de realizarse obras de mantenimiento y mejora, lo que supuso el crecimiento de la laguna Epecuén alrededor de medio metro cada año. Una serie de diques para situaciones de emergencia fueron construidos para evitarlo, pero cuando en 1985 se sucedieron una serie de lluvias torrenciales producidas por un cambio en la dirección de los vientos, todo fue insuficiente para salvar el pueblo.



La rotura y el desborde del dique de tres metros y medio de alto que protegía la ciudad, fue el principio del fin. El agua de la laguna empezó a invadir el pueblo a razón de un centímetro por hora. A la semana ya había metro y medio de agua en las calles y sus habitantes hubo de evacuarlos a la población más cercana, Carhué, situada a doce kilómetros de allí, desde donde vieron como poco a poco la laguna se tragaba sus casas y sus sueños. En apenas dos semanas el pueblo estaba casi completamente inhabitable. Dos metros de agua habían convertido sus calles en canales y dejaban cada vez menos a la vista. El nivel siguió aumentando lentamente hasta que en 1987 todo el pueblo estaba sumergido bajo cinco metros de agua y apenas sobresalían de la laguna la torre de la iglesia y algún que otro tejado. Hacia 1993 ya eran diez los metros de agua salina los que cubrían todo...
Pero con los años llegó una época más seca y las aguas comenzaron lentamente a descender. La retirada lenta pero incesante de la laguna descubrió poco a poco las ruinas de la ciudad, comidas por el salitre tras un cuarto de siglo sumergidas. Visto desde el aire, lo que queda de la villa recuerda a las imágenes de las ciudades arrasadas de la segunda guerra mundial. Las sobrecogedoras ruinas se convirtieron de nuevo en destino turístico, pero en esta ocasión de exploradores urbanos y amantes de las ciudades fantasma.




Hoy la localidad sólo tiene un habitante: Pablo Novak. Cuando el pueblo desapareció tragado por la laguna todo el mundo se marchó excepto él. Según afirma, creció allí, estudió allí, vivió allí toda su vida y no tenía ganas de moverse. Allí permanece, ya rebasados largamente los ochenta años, como único habitante de la otrora pujante localidad turística. Acompañado únicamente por sus gallinas y sus perros, recibe las visitas de sus amigos y de sus diez hijos, ve la televisión y de vez en cuando contesta llamadas con el móvil diciendo “Intendencia Epecuén, dígame”... Humor negro a raudales para el final de una historia que cada lector habrá de valorar si es triste o no.



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