Tras el encendido pero fugaz
encuentro, cuando llegó el momento de la despedida, cada uno se comportó de
manera distinta y acorde con lo que sentía: Ella, superando sus temores, le
pidió el número del móvil con el confeso afán de llamarle todos los días... A
las diecinueve y treinta y dos, advirtió ilusionada, una hora a la que nadie
tendría en cuenta salvo ellos. Consciente de las consecuencias y para no
desairarla, él facilitó un número inventado. No quería correr riesgos porque
desde el primer momento tuvo claro que ningún futuro de llamadas a hora fija
podría superar la memoria de aquel instante, la magia del infinito sugerido y
que por nada del mundo se arriesgaría a alterar.
Desde entonces, justo a las
diecinueve y treinta y dos horas, ella llama a diario, teclea feliz esa colección
de cifras ajenas que terminó por conocer al dedillo. Y sorprendentemente recibe
respuesta. El caso es que cada tarde, una tercera voz surgida del azar,
contesta y alimenta en la distancia la ajena ficción de dos desconocidos
instalada en ese ayer maquillado de imposibles, mentira piadosa que acabó por
convertirse en imprescindible para ambos.
Todas las tardes, ajeno a la
conversación inalámbrica que ella mantiene con el ilusionado impostor, él
recrea por un momento la magia furtiva de aquél recuerdo solitario. Intuye,
mirando el móvil en silencio, la eternidad de un sentimiento entendido como el
amor liberado de palabras, de llamadas diarias, de promesas cargadas de futuro,
de obligaciones y hastío. Un amor con el número correcto, tecleado para siempre
en la agenda del pasado.
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