viernes, 24 de enero de 2014

EL FARO


Como todos los veranos, el niño mira con fascinación el faro. Imagina su interior lleno de una vida desconocida, de amor al mar, promesas de tesoros iluminados más allá del horizonte, penumbra y tranquila soledad. Escaleras interminables y retorcidas que conducen a la generosidad de una luz que indica la ruta más segura, reflexiones, lecturas, humedad que cala los huesos y los sentimientos. Mapas llenos de cifras y escalas, una pipa sabia sobre un estante y barcos que se intuyen lejanos en la oscuridad del mar. Olor a salitre y a óxido. Novelas de Julio Verne, apasionantes joyas literarias juveniles, ballenas blancas perseguidas por una obsesión humana. Destellos fantasmales entrevistos en noche de tormenta, pesqueros como diminutas iluminarias en la madrugada, viejos lobos de mar en su última singladura...

El niño nunca pudo entrar en su interior, pero supo mejor que nadie todo lo que allí se atesoraba. Lo imaginaba constantemente en las escapadas de agosto mientras la familia pasaba las vacaciones en aquél pequeño pueblo costero que tanto le gustaba. Hasta tal punto que durante mucho tiempo, cuando los adultos le preguntaban lo que iba a ser cuando creciera, contestaba que farero...


Cuando, pasado el tiempo regrese convertido en el hombre que nunca imaginó, el faro le devolverá intacta, convertida ya en nostalgia, la magia de aquella mirada infantil que se perdió en el día a día y tan inútilmente ha buscado desde entonces. Un simple destello en la noche, como una voz lejana, le recordará que en ese lugar, entonces, el mundo estaba bien hecho y aún era posible la aventura de sentirse libre.



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