Como todos los veranos, el
niño mira con fascinación el faro. Imagina su interior lleno de una vida
desconocida, de amor al mar, promesas de tesoros iluminados más allá del
horizonte, penumbra y tranquila soledad. Escaleras interminables y retorcidas
que conducen a la generosidad de una luz que indica la ruta más segura, reflexiones,
lecturas, humedad que cala los huesos y los sentimientos. Mapas llenos de
cifras y escalas, una pipa sabia sobre un estante y barcos que se intuyen
lejanos en la oscuridad del mar. Olor a salitre y a óxido. Novelas de Julio
Verne, apasionantes joyas literarias juveniles, ballenas blancas perseguidas
por una obsesión humana. Destellos fantasmales entrevistos en noche de tormenta,
pesqueros como diminutas iluminarias en la madrugada, viejos lobos de mar en su
última singladura...
El niño nunca pudo entrar en
su interior, pero supo mejor que nadie todo lo que allí se atesoraba. Lo
imaginaba constantemente en las escapadas de agosto mientras la familia pasaba las
vacaciones en aquél pequeño pueblo costero que tanto le gustaba. Hasta tal
punto que durante mucho tiempo, cuando los adultos le preguntaban lo que iba a
ser cuando creciera, contestaba que farero...
Cuando, pasado el tiempo
regrese convertido en el hombre que nunca imaginó, el faro le devolverá
intacta, convertida ya en nostalgia, la magia de aquella mirada infantil que se
perdió en el día a día y tan inútilmente ha buscado desde entonces. Un simple
destello en la noche, como una voz lejana, le recordará que en ese lugar,
entonces, el mundo estaba bien hecho y aún era posible la aventura de sentirse
libre.
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