Todos saben que las islas son
terreno abonado para los faros. En la mía es muy conocido uno alto y
majestuoso, que se yergue presidiendo una hermosa e inhóspita costa abierta sobre
el mar del sur. Las olas golpean sin cesar su base y los alisios azotan la
cúspide acristalada, ya extinguidos los destellos luminosos que en tiempos emitía,
pues con el paso inmisericorde de los años le llegó el momento de la jubilación.
En otra época, el faro estuvo vivo. Ahora, sin embargo, reposa el final de una
vida entregada y generosa en la misma abrupta orilla que un día le vio alumbrar
en todo su esplendor. Cuando los barcos aún dependían de su luz, las gaviotas
veneraban en pleno vuelo la
enhiesta construcción blanca y roja. Los atardeceres, empecinados en su cíclica
terquedad, se multiplicaban alrededor de la torre y competían en belleza y
orgullo con los amaneceres celosos y obstinados. Los marineros, por otra parte,
saludaban a su paso y rendían callada pleitesía a tan señorial monumento a la
lucidez humana y la seguridad en la navegación marítima.
Muy cerca hay una pequeña cala
donde las aguas se guarecen tranquilas. Hasta allí llegaban durante las largas
jornadas veraniegas los adolescentes de un pueblo cercano, que tenían por
costumbre buscar la sombra del esplendoroso perímetro de nuestro amigo para
sentarse a merendar, orbitando las muchachas como coquetos planetas, sabedoras
de la fascinación despertada en los ojos chispeantes de jóvenes admiradores que
hasta allí las seguían para saborear los éxtasis de una libertad que comenzaba
a dejar atrás la edad de la inocencia.
El faro era feliz y asumía con
orgullo la importancia de su trabajo... Pero llegó la era de los radares y con
la modernidad ya no fue necesario su concurso para vigilar el rumbo correcto de
naves cargadas de aventuras y leyendas ultramarinas. Y resultó inevitable que la
luz que habitaba en la cima del monolito dejara de irradiar para siempre su
mensaje de precaución y mesura. Fue un final muy triste y lo más extraño es que
sobrevino de golpe, en un abrir y cerrar de ojos. Llegó una tarde cualquiera y mucho
tiempo después se supo que era precisamente la misma en la que el escritor decidió
que no era capaz de concluir de otra manera aquel relato sobre un faro alto y
majestuoso presidiendo una hermosa e inhóspita costa abierta sobre el mar del
sur de una isla perdida en el Atlántico.
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