martes, 4 de junio de 2013

EL FARO


Todos saben que las islas son terreno abonado para los faros. En la mía es muy conocido uno alto y majestuoso, que se yergue presidiendo una hermosa e inhóspita costa abierta sobre el mar del sur. Las olas golpean sin cesar su base y los alisios azotan la cúspide acristalada, ya extinguidos los destellos luminosos que en tiempos emitía, pues con el paso inmisericorde de los años le llegó el momento de la jubilación. En otra época, el faro estuvo vivo. Ahora, sin embargo, reposa el final de una vida entregada y generosa en la misma abrupta orilla que un día le vio alumbrar en todo su esplendor. Cuando los barcos aún dependían de su luz, las gaviotas veneraban en pleno vuelo la enhiesta construcción blanca y roja. Los atardeceres, empecinados en su cíclica terquedad, se multiplicaban alrededor de la torre y competían en belleza y orgullo con los amaneceres celosos y obstinados. Los marineros, por otra parte, saludaban a su paso y rendían callada pleitesía a tan señorial monumento a la lucidez humana y la seguridad en la navegación marítima.

Muy cerca hay una pequeña cala donde las aguas se guarecen tranquilas. Hasta allí llegaban durante las largas jornadas veraniegas los adolescentes de un pueblo cercano, que tenían por costumbre buscar la sombra del esplendoroso perímetro de nuestro amigo para sentarse a merendar, orbitando las muchachas como coquetos planetas, sabedoras de la fascinación despertada en los ojos chispeantes de jóvenes admiradores que hasta allí las seguían para saborear los éxtasis de una libertad que comenzaba a dejar atrás la edad de la inocencia.

El faro era feliz y asumía con orgullo la importancia de su trabajo... Pero llegó la era de los radares y con la modernidad ya no fue necesario su concurso para vigilar el rumbo correcto de naves cargadas de aventuras y leyendas ultramarinas. Y resultó inevitable que la luz que habitaba en la cima del monolito dejara de irradiar para siempre su mensaje de precaución y mesura. Fue un final muy triste y lo más extraño es que sobrevino de golpe, en un abrir y cerrar de ojos. Llegó una tarde cualquiera y mucho tiempo después se supo que era precisamente la misma en la que el escritor decidió que no era capaz de concluir de otra manera aquel relato sobre un faro alto y majestuoso presidiendo una hermosa e inhóspita costa abierta sobre el mar del sur de una isla perdida en el Atlántico.

No hay comentarios: