sábado, 1 de septiembre de 2012

EL PERRO Y LA TRISTEZA


- Lo confieso: no me queda más remedio que admitir, amigo perro, que no logro comprender lo sucedido. Cuéntame la historia de nuevo para ver si la asimilo.

- Ya no es ninguna novedad, forma parte de mi rutina. Bien es verdad que muy deliciosa y reconfortante, pero es sólo eso: una rutina poco digna de figurar por escrito o en la memoria colectiva, pues en estos tiempos que corren la bondad no parece ser interesante como materia narrativa.

-Aún así, te agradecería que me la contases.

- Descuide, claro, no hay problema. Es un placer por mi parte: Ocurrió durante una tarde de agosto, ya con el sol casi oculto detrás de las casas del pueblo. Yo deambulaba por las calles con la lengua fuera y las patas temblorosas. La sed que abrasaba mis pulmones era espantosa. Realmente horrenda. En todo el día no había logrado dar, en aquellas calles quemadas por el sol, con una sola gota de agua. Ya hasta respirar era un suplicio. Iba de esquina en esquina, lamía el suelo y los baches de la calle en los que creía ver algo de líquido reposando en aquellos huecos infames, pero no eran más que alucinaciones y espejismos. A cada instante desfallecía, y tenía que recostarme contra las paredes y dejarme caer de vez en cuando para sacar algún retal de fuerza de donde pudiera, allá en lo más profundo de mis entrañas. De pronto, con los ojos nublados y las orejas ardiendo sobre mi cabeza blanca y sucia de polvo callejero, fui a parar –yo creía que a morir- sobre la acera de una casa...

- ¿Una casa pintada de ocre en su parte superior, con un zócalo embaldosado con losas marrones y con las puertas y ventanas pintadas de verde?

- Sí, esa es. No entiendo el lenguaje de los seres humanos, y a esas alturas ya andaba casi inconsciente o casi muerto (que lo mismo da), pero supe que hablaban de mí: eran una señora alta, con el pelo negro y la expresión triste, y un hombre moreno, con un bigote encanecido. Supe que hablaban de mí porque me miraban con compasión y en su voz latía un deje de piedad. Casi perdí el conocimiento, y cuando lo recuperé, encontré ante mí un cuenco blanco y hondo –infinita y deliciosamente hondo- lleno de sabrosa agua. Desde entonces, todos los días vuelvo a la misma acera, más o menos al caer la tarde, y todos los días sin distinción recibo el agua suave y revitalizadora, fresca, que baja por mi garganta y expulsa por los poros de mi piel canina un torrente de agradecimiento. Desde hace unos días hasta ya me alimento de pienso, como los afortunados perros que tienen dueño y ven por ellos satisfechas todas sus necesidades... Como no sé expresar tanta gratitud en lengua humana, lo hago a la manera de los perros, agitando con brío mi cola greñuda y haciendo compañía a mis benefactores. Incluso me permito la licencia de ladrar a quien ose acercarse mucho a mis amigos. Así que entre menear la cola, espantar a los intrusos y tumbarme plácidamente cerca de la puerta de la casa se me va la tarde. Pero eso sí: ahora me siento un perro feliz. Feliz y realizado. Nosotros los canes somos animales de costumbres y, a poco que se nos mime y se nos preste cariño y atención, nos buscamos un hueco discreto y cálido en la vida de cualquiera.

- Por muchas que sean las veces que oiga tu relato, amigo perro, te confieso que no puedo dejar de sentirme sorprendida. Y también, he de decirlo, despechada. Porque hace años que decidí quedarme precisamente en esa casa para hacerle compañía a tus benefactores y justo en el momento en que probaste allí por vez primera el agua, sentí que era expulsada de mi hogar y supe que sería para siempre...

No hay comentarios: