Saber dialogar es un arte, una
ciencia y una virtud. El mayor enemigo del diálogo es la cerrazón de la mente,
porque el que dialoga convencido de estar en posesión de la verdad jamás estará
en condiciones de escuchar a nadie. No hay mayor petulancia que la del imbécil,
que sólo es capaz de escuchar su propia voz. No importa lo que el otro diga,
excepto para negarlo, despreciarlo o rechazarlo de plano, sin hacer el más
mínimo esfuerzo por entenderlo siquiera. También en esta cuestión la nula ejemplaridad
de la clase política está fuera de toda duda. Dialogar no es una tarea fácil,
por más que lo parezca. Saber escuchar es una actividad que parece estar en
peligro de extinción. A dialogar se aprende, el diálogo se ejercita. Por eso
son tan lamentables los debates en las campañas electorales, donde lo que importa
es exponer lo que han preparado los asesores, no la propia dinámica del debate.
Otro enemigo del diálogo es el
griterío, esa reiterada y actualísima manía de creer que mientras más se
grita, más razón se tiene. A ese respecto resulta deprimente observar algunas
tertulias televisivas. No solo es que se grita mucho, sino que es frecuente ver
a dos o tres tertulianos gritando a la vez, sin hacer el menor esfuerzo por
saber lo que está expresando el interlocutor. ¿Qué diálogo es ese? Más bien se
trata de monólogos que se superponen, puesto que cada uno se aferra a su discurso
y lo que diga el otro les importa un pimiento. En esa alternancia solo importa
la forma, no el contenido. Uno habla y el otro replica. Lo demás no importa.
Quienes menos tienen que decir
son los que más gritan y este es un país donde se grita mucho. Quienes más
ruido hacen son los que menos ideas tienen que ofrecer, así nos va. Quienes más
levantan la voz son los que, en el fondo, solo manejan ideas ramplonas. Y no se
trata solo de los contenidos, también de la forma de hablar porque se adolece
de unas carencias tremendas: frases mal construidas, escasez de vocabulario,
falta de precisión en el uso de las palabras… Cuando no se es consciente de la propia
ignorancia, la voz se convierte necesariamente en grito.
Llama la atención que haya
tantas personas que hablan en televisión sin tener nada sustantivo que decir. Resulta
incomprensible que se gaste espacio y dinero en quien no tiene una sola idea en
la cabeza que valga realmente la pena y debería producir bochorno el
espectáculo de contemplar cómo se persigue por calles y plazas, micrófono en
mano, a un personaje grosero e inculto que la propia televisión ha creado, para
que diga algo que con toda probabilidad será la antítesis de lo sensato y
aleccionador. Y lo más triste es examinar luego los índices de audiencia de
este tipo de programas y cadenas. El vacío intelectual hace mucho ruido y eso
gusta. A la mayoría tan poco silenciosa de este país parece horrorizarle la
serenidad de unas frases bien pensadas o de una conversación que se desarrolle
en el plano de la ecuanimidad, el respeto y la sensatez. Lamentablemente, eso
nos define.
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